Sergio Sarmiento
El Norte
"El recuerdo es el único pan del que viven los viejos"
Andrés Henestrosa
Así como Octavio Paz esperó a tener 80 años para escribir "La llama doble", su libro de reflexiones sobre el amor y el erotismo, Andrés Henestrosa nos ha ofrecido a sus 100 años de edad un volumen de recuerdos, "Andanzas, sandungas y amoríos" (UNAM y Plaza Valdés) que es a un mismo tiempo hermoso y deleitoso.
En breves viñetas el maestro oaxaqueño -que aprendió el huave "del pecho derecho de mi madre" y "del izquierdo el zapoteco", pero que después "de otros pechos aprendí numerosas lenguas"- nos ofrece un recorrido por su vida. De su niñez en "el rancho, en el monte, a la orilla del mar, a la orilla del río", nos lleva al momento en que Eva y Emperatriz, "cuya mamá vendía pan a las cinco de la tarde en el pueblo", lo llamaban a su casa cuando él tenía 11 años. "Se desnudaban en el petate y jugábamos los tres... Las caricias eran instintivas, naturales. Emperatriz estaba totalmente poblada, era ya mayor, tenía 15 años, Eva era una niña, nos besábamos..."
Y rememora: "Después de 50 años encontré a Eva, muy viejita y me dijo ¿te acuerdas, Andrés? Sin duda, no lo puedo olvidar. Emperatriz ya había muerto".
"Yo soñé escribir", nos dice Henestrosa, "porque como en mi pueblo no había libros, había uno solo que recorría todas las casas, íbamos a verlo y a olerlo, porque la letra perfuma, la letra tiene aroma". Pero claro, "la alegría del pobre es siempre muy grande porque la tiene rara vez".
Un día, cuando todavía era un mero adolescente, encontró en su hamaca a una mujer que había llegado a comprar en la tienda de abarrotes en la que él entonces trabajaba. "Fue la primera vez que amé a una mujer en ese lugar... Al amanecer dejó la suave y curva hamaca. Se fue en el tren de la madrugada. Nunca supe su nombre, nunca supe quién era, ni de dónde venía". Y así entendió el joven Andrés que "la mujer es lo mejor que Dios hizo para sus hijos".
Henestrosa tenía 16 años cuando llegó a la ciudad de México, "hambriento de saber. Fui a ver a Vasconcelos, a pedirle ayuda, era un 15 de febrero de 1923". El entonces Secretario de Educación lo mandó a la Normal, donde tuvo "cama, lavado de ropa... Me dieron libros, salía cargado de libros, no entendía yo nada, pero leía y la 'Divina comedia' me deslumbró". En las cantinas comía, porque ahí le daban botana por la copa: "Gastar alegremente la pobreza, ésa era mi riqueza".
En los "salones de baile de la colonia Obrera, entre las cuatro y las cinco de la tarde, con un tostón se podía bailar con las muchachas... Algunas tenían por ahí cerca su cuartito. Nunca ha faltado al hombre, al desamparado, al huérfano, una mujer. He sido afortunado porque siempre la mujer más femenina, que tiene algo de mamá, me ofrecía un pedacito de su cama".
No todo eran triunfos, por supuesto. "Muy enamorado, muy irrespetuoso de las señoras, numerosas bofetadas me propinaron". Tuvo, sin embargo, "muchas amigas, algunas de ellas casadas". Gustaba también de comer. "Los indios tenemos un hambre ancestral, por lo que no comieron los abuelos, comemos por ellos".
Conoció Henestrosa a los grandes del México intelectual y bohemio de los años 20 y 30: "a los jóvenes Novo, Villaurrutia, Owen, y a la cabeza, Vasconcelos". Y a ellas también, por supuesto: a María Izquierdo, a Lola Álvarez Bravo, a Antonieta Rivas Mercado, inmortalizada aún en el Ángel de la Independencia. Una tremenda pelea con el gran director de la Orquesta Sinfónica, Carlos Chávez, le dejó una cicatriz desde entonces.
"Tenía yo otra amiga que decía que había leído que el abuso de mujer provoca en el hombre la pérdida de memoria. Y qué, Andrés, me dijo. Al diablo con la memoria, respondí, ya renuncié a la memoria. Y ahora a mis 100 años, recuerdo".
Un día en casa de Pablo Neruda conoció "a una señora famosa, muy hermosa ella. Un día me pidió prestado un libro y al devolvérmelo me dijo: Andrés: ojéalo con cuidado... Al hacerlo encontré unos vellos de su sexo y un día, al besarlos, se cayeron. Te doy otros, me dijo, pero se van a volver a caer, respondí. Mejor que sea directo, dijo ella".
"Después de tanto leer, resulté muy culto; de malhablado y lépero, resulté escritor. Y ahora resulta que he embaucado a tanta gente, que tengo fama, gloria, aplausos y premios. A todos les he tomado el pelo".
Pero a mí, maestro Henestrosa, tras leer estas "Andanzas, sandungas y amoríos", puede usted embaucarme las veces que quiera. Cada palabra, cada frase, cada anécdota lleva en sí un enorme encanto y toda la fuerza del recuerdo. Hoy, mientras escribo esta columna en mi computadora ante la asombrada mirada de los comensales de un restaurante a reventar, encuentro que mi boca dibuja una constante sonrisa mientras, extrañamente, mis ojos se llenan de lágrimas. Este libro tiene ese poder.