Jaime Muñoz Vargas
No sé si exagero, pero creo que la composición de letras en la música popular mexicana cuenta con tres o cuatro santones ineludibles. Dos de ellos están allí porque omitirlos sería craso disparate: Agustín Lara y José Alfredo Jiménez. Un poco abajo, sólo un poco, colocaría a los destacados Álvaro Carrillo, Luis Alcaraz, Consuelo Velázquez, María Grever, Francisco Gabilondo Soler, Chava Flores, Rubén Fuentes, Manuel Esperón y Tomás Méndez. Alguien reclamaría aquí a los contemporáneos Juanga y Marco Antonio Solís, pero no los creo suficientemente hábiles con la literatura, sino con el estribillismo pegajoso. Quizá, pese a lo cursi, tiene más malicia Joan Sebastian, pero hay mucho de lugar común en lo que escribe. El top de los mejores tiene, pese a la polémica que esto pueda suscitar, a dos o tres compositores amorosos del ámbito urbano, a dos o tres letristas del mundo rural también amoroso, a un compositor de canciones para niños y a un cronista del DF. Hasta 1980 no había entre ellos uno plenamente identificable con el rock y la juventud. No digo un compositor así nomás, sino uno que irradiara genio en sus letras, uno con talento para captar la personalidad del mexicano y revelar en sus piezas algo de lo que somos. Fue allí cuando apareció Rodrigo Eduardo González Guzmán, Rockdrigo, el imborrable Profeta del Nopal.
Nacido en Tampico, Tamaulipas, el 25 de diciembre de 1950, Rockdrigo pasó de ser un borroso cantautor de bares y cafés a símbolo de una generación y de un entorno, la capital del México. Murió el 19 de septiembre de 1985, en el terremoto que echó abajo decenas de edificios en el DF. No le alcanzó el tiempo para grabar sus canciones con mejores herramientas, ni para hacer un video con buena producción, ni para conceder entrevistas, ni para ver su fama de idolazo entre la muchedumbre, sobre todo, de chilangos. Pasados los años, sin embargo, ni sus colegas se oponen a etiquetarlo como notable en lo suyo, es decir, en la hechura letrística y musical de canciones que delatan habilidades propias de un creador excepcional.
A mi juicio, dos virtudes centrales tienen las letras del tamaulipeco: versos pensados con frescota malicia y arreglos tan originales que hacen imposible confundir una canción con otra. No olvido señalar, de paso, el talante bobdylanesco de Rockdrigo, pero es justo decir que el mexicano supo adaptar, sin calca, al norteamericano, sobre todo por el aditivo de la picardía. Asombrosamente, Rockdrigo es igual y al mismo tiempo diferente en todos sus temas, como si en cada pieza se renovara sin perder los atributos que lo hacen identificable desde la primera nota. En el mito, no me engaño, pesó también la voz rasposa y mezcalera, la magistral armónica, el dominio de la lira y del “túnel de la cantada”, es decir, de esa trompetilla bucal que habilitó en varias canciones de corte satírico.
No me detengo en más detalles biográficos y paso ahora a comentar lo que propongo en el título de este apunte: el valor de las letras en sí, de las letras despojadas del mito y de la música, que es como mejor se nota quién es quién cuando compone. Dividiré, pues, este apunte en cuatro apartados, cada uno iluminado por la alusión a un tema que juzgo relevante como línea temática representativa en el conjunto de las composiciones. Tales líneas son la social, la pícara, la especulativa y la cronística. Debo advertir que el afán por clasificar es artificioso, pues en más de una ocasión las líneas se trenzan, como lo podríamos comprobar si escuchamos las canciones con detenimiento (por largas, no cito las letras, pero remito a las direcciones de YouTube donde podemos escucharlas).
1) Línea social
En la primera, que a falta de mejor etiqueta denomino “social”, Rockdrigo se acerca al malestar de la gente, a las penurias cotidianas vinculadas sobre todo con lo laboral y lo económico. Resalto que a esos temas se aproxima sin lloriqueos, más bien con la sonrisa escéptica de quien reclama y al mismo tiempo está seguro de que no será escuchado. Su queja no es panfleto, sino lamentación impregnada de socarronería:
2) Línea satírica
Una de líneas temáticas más identificadas con Rockdrigo es la del humor. Lejos de la actitud grave y cejijunta de tiempo completo que adoptan muchos compositores de rock y de lo que sea, el tamaulipeco le abrió amplia cancha a la broma. Compuso así varias piezas en las que vibra el sarcasmo, la insolencia, el gusto por la ocurrencia picaresca, el doble filo del albur:
3) Línea especulativa
No me atreví a llamarla “filosófica”. Me refiero a las canciones en las que Rockdrigo reflexiona sobre la vida desde una perspectiva más abstracta. No incurro en la irresponsabilidad de llamarlo “pensador” o algo parecido, pero el letrista tampiqueño tenía vena exaltada para crear imágenes cercanas a las de cualquier poeta vanguardista como Huidobro o Girondo. En otras palabras, se le daba bien el alucine poético-existencialista.
4) Línea cronística
Por último, una de las facetas más celebradas de Rockdrigo: la de cronista a lo Chava Flores. He aquí un maestro de la observación, un compositor que desde sus Ray-Ban (similares a los de su paisano Rigo) pudo mirar y definir mejor que muchos lo que se ofrecía como espectáculo del caos. Asombra cómo logra, mejor que los mismísimos chilangos, articular un himno al metro o a la confusa mixtura de la megaurbe en dos de sus más célebres temas:
Más líneas
Esto de las líneas temáticas puede ser ampliado al gusto de quien escucha. Como las letras comparten elementos ora satírico-sociales, ora especulativo-cronísticos, ora de esto y de aquello, las combinaciones pueden ser otras y las líneas más numerosas. Por ejemplo, en la presentación de esta charla me preguntaron por “Distante instante”. No la tenía fresca, pero sin duda es, acaso, la más oscura y triste de Rockdrigo, la más sentida, una de las pocas en la que sí se rebanó las venas. ¿En qué línea meterla? No hallo en cuál, por lo que se me ocurre proponer una vertiente más: la lírica, donde estaría quizá ese solo tema doloroso y cercano al patetismo del briago urbano hundido en el amorío descorazonador por la que se fue.
No me asomo a los arreglos ni a la instrumentación, que es asunto de expertos, pero sé que en ellos se basa la estética de lo rupestre. El planteamiento de este extraño “ismo” musical es explícito en el sentido de abreviar lujos, de usar sólo las uñas para comunicar. En algún momento, Rockdrigo lo planteó de esta jocosa forma en un minimanifiesto que no desentona con las grandes declaraciones de las vanguardias estéticas que sacudieron el arte a principios del siglo XX:
No es que los rupestres se hayan escapado del antiguo Museo de Ciencias Naturales ni, mucho menos, del de Antropología; o que hayan llegado de los cerros escondidos en un camión lleno de gallinas y frijoles.
Se trata solamente de un membrete que se cuelgan todos aquellos que no están muy guapos, ni tienen voz de tenor, ni componen como las grandes cimas de la sabiduría estética o (lo peor) no tienen un equipo electrónico sofisticado lleno de sinters y efectos muy locos que apantallen al primer despistado que se les ponga enfrente.
Han tenido que encuevarse en sus propias alcantarillas de concreto y, en muchas ocasiones, quedarse como el chinito ante la cultura: nomás milando.
Los rupestres por lo general son sencillos, no la hacen mucho de tos con tanto chango y faramalla como acostumbran los no rupestres pero tienen tanto que proponer con sus guitarras de palo y sus voces acabadas de salir del ron; son poetas y locochones; rocanroleros y trovadores. Simples y elaborados; gustan de la fantasía, le mientan la madre a lo cotidiano; tocan como carpinteros venusinos y cantan como becerros en un examen final del conservatorio.
A diferencia de las estridencias nacionalistas de Botellita de Jerez y de otros grupos coetáneos, Rockdrigo hizo una mezcla más sutil, una especie de eclecticismo bien disfrazado. En el artículo “Onirismos rockanroleros” expone su noción de la mixtura que intentó cuajar: “Algo bastante característico del blues, es que no solamente su ritmo le da el carácter melancólico que tiene, sino también las llamadas ‘notas blues’ que definen más su intención (terceras y séptimas disminuidas) que en un momento dado se pueden trasladar al huapango; aparte del paralelo armónico, el blues y el huapango, coinciden extraoficialmente en su improvisación, en los dos, ésta ocupa un lugar privilegiado, si no es que el principal; los violines y los requintos no son por lo general melodías prefabricadas, sino formas libres y de carácter constante: en los versos, tanto bluseros como huapangueros, hay una igualdad o superioridad con flexibilidad musical; partiendo de alguna frase conocida, o de un hecho en general (o particular) se le van inventando otras frases que rimen entre sí, para así poder redondear una serie de imágenes que crean espacios similares, para hacerlos aún más afines”.
Improvisación, mezcla, hibridismo, sobreimposición, bricolage, llámese como se llame, la obra de Rockdrigo refleja una personalidad que toma prestado de otras partes, es verdad, pero con el inconfundible componente de palabras y emociones mexicanas. Sus letras, con los defectos añadidos por la espontaneidad y la modestia de un equipo técnico que sólo permitió grabaciones rupestres, enriquecieron y seguirán enriqueciendo a la música mexicana. No digo al rock, al blues, sino a la música mexicana en general, esa música que en definitiva debe incluir a Rockdrigo entre los comensales de su última cena.