Raymundo Riva Palacio
19 de marzo de 2007
El Universal
El gobernador González Parás tiene que explicar muy bien cómo pudo el narco penetrar de manera tan contundente las instituciones neoleonesas
Desde hace algún tiempo Nuevo León fue puesto bajo la lupa de los servicios de inteligencia de Estados Unidos, que notaron tempranamente que los jefes del narcotráfico estaban enviando a sus familias a vivir a Monterrey, donde sus esposas entraron a círculos sociales y se codearon con parte de la crema y nata regia, mientras sus hijos entraban a las mejores escuelas. Monterrey era un santuario de buena calidad de vida para las familias de ellos, que se encontraba fuera del foco de alerta del gobierno mexicano, pese a las señales bastante claras que provenían de Washington, coronadas con el nombramiento de Luis G. Moreno como cónsul.
Los antecedentes de Moreno debieron haber levantado las cejas dentro del gobierno mexicano. Con larga experiencia en zonas de conflicto, Moreno había sido clave para rescatar en Haití al ex presidente Jean-Bertrand Aristide, y ocupó una butaca de primera fila durante el Proceso 8000, que investigó los presuntos nexos del ex presidente colombiano Ernesto Samper con el narco. La Secretaría de la Defensa leyó lo que sucedía y mantuvo a uno de sus mejores cuadros, el general Mario Ayón, como comandante de la IV Región Militar, que abarcaba Tamaulipas y San Luis Potosí. Al jubilarse el año pasado, lo reemplazaron con el general Javier del Real Magallanes, quien había sido jefe de la inteligencia militar. La negligencia de los civiles trastornó brutalmente la seguridad en el estado y hoy, el gobernador Natividad González Parás está desbordado por las ejecuciones.
Su gobierno ha sido infiltrado en los más altos niveles, de acuerdo con un informe de la PGR, los cuales proveen protección e información a los varios cárteles que se disputan la plaza. Existen cuatro ejes del narco en el estado, aunque tres de ellos se encuentran estrechamente vinculados. La guerra está enfrentando al Cártel de Sinaloa, que encabezan los hermanos Beltrán Leyva, con el Cártel del Golfo, Los Zetas -que aunque es su brazo armado tienen altos rangos de autonomía-, y la organización de los hermanos Valdés.
Los municipios más afectados por esta lucha son Monterrey, donde prolifera el narcomenudeo y el tráfico de armas; General Escobedo, en la salida hacia Nuevo Laredo, por donde salen por tierra las drogas hacia Estados Unidos; Guadalupe, donde hay un alto número de industrias y se encuentra cercano al aeropuerto; y San Pedro Garza García, en donde se han asentado los jefes de los cárteles y sus familias, particularmente en la muy próspera colonia Del Valle. Indistintamente se da el lavado de dinero y, más preocupante aún, los cobros de facturas y las ejecuciones, resultado de una ruptura de los frágiles equilibrios que existían hasta principios de 2006, cuando las coordenadas vigentes se modificaron.
Este cambio en la dinámica de la lucha contra el narcotráfico y de sus propios reacomodos internos en los cárteles provocó que se extendieran las batallas a las calles de Monterrey y sus suburbios, aumentaran las ejecuciones de mandos policiacos y se incluyera a familiares de narcotraficantes como víctimas potenciales, rompiendo la regla de oro de mantenerlos siempre fuera de sus guerras. El balance ha sido desastroso para González Parás. En 2006 hubo 55 ejecuciones, cinco de ellas de jefes policiacos. En los dos meses y medio de este año van 29 ejecuciones, de las cuales 13 eran policías.
Nuevo León está tocado peligrosamente. Cuando el gobierno federal empezó su nueva campaña contra el narco en Michoacán y Tijuana a fines del año pasado, el gobernador anunció que iniciaría su propia campaña contra el narco, pese a que su estado no figuraba entre las prioridades del presidente Felipe Calderón porque no había dominio territorial de los cárteles. Un funcionario federal comentó en ese momento que González Parás quizás no quería que se supiera el grado de penetración de la delincuencia organizada en las instituciones neoleonesas. En cualquier caso, los primeros resultados parecen ser positivos, lo cual parece una contradicción dado el alto número de ejecutados.
Esto se explica por la lógica del combate al narco y la forma como los equilibrios existentes se van modificando. En el pasado, cuando menos en forma clara hasta principios de los 90, una buena parte de los equilibrios con la delincuencia organizada -que resultaba en menos inseguridad pública y la ausencia notoria de ejecuciones- se daba a través de la negociación. Es decir, como sucede en muchos países del mundo, se daban pactos no escritos en diferentes niveles entre las autoridades y los capos de las mafias, teniendo como intermediarios a jefes policiacos, donde a cambio de no llevar la violencia a las calles ni calentar las plazas generando terror entre la población no involucrada, les permitían operar sus negocios ilícitos, cuidando que no crearan un problema de salud pública o minaran las instituciones, particularmente las políticas. Otra forma de equilibrio se daba a través del combate frontal sin corrupción institucional, con lo cual se lograba que la lucha entre los dos bandos se mantuviera lejos del ojo público, y se evitaba que las guerras se libraran en las calles de las ciudades, al no ser la corrupción policial parte vital del conflicto.
Lo que ha sucedido en Nuevo León de manera sobresaliente en los 14 últimos meses es lo segundo. En julio del año pasado, apenas unas horas después que anunciara la rotación de los comandantes de la policía ministerial y de fiscales, fue ejecutado el director de la Agencia Estatal de Investigaciones, presuntamente por órdenes del Cártel de Sinaloa. La semana pasada hubo 13 ejecuciones, la mitad de ellas de policías en diversos municipios, incluido el jefe en San Pedro. Tantos asesinatos sólo se explican al sacudir el avispero. Tantas ejecuciones de policías sólo se entienden en la lógica de que, o al estar siendo muy vigilados ya no pueden cumplir con los cárteles para proveerles protección, o que se fueron a trabajar con el cártel rival. La posibilidad de que sea resultado del trabajo de policías honestos existe, pero remotamente. No forma parte de ningún patrón la ejecución de policías que no entran a los círculos de corrupción.
La pregunta al gobernador y a los alcaldes, en particular los que acaban de entregar sus cargos a nuevas administraciones, es qué tanto dejaron de hacer para que los infiltraran de esa manera. Los niveles de infiltración pueden empezar a medirse en función de cuántos policías son asesinados. Nuevo León lleva mano en estos momentos, y la segunda pregunta fundamental es quiénes, dentro de los gobiernos estatales y municipales, están coludidos con el narco. Esta respuesta aún no la da el gobernador González Parás, que se apresura a limpiar la casa antes que otros ojos entren a verla o que en Estados Unidos empiecen a mostrar su ropa sucia.
rriva@eluniversal.com.mx
r_rivapalacio@yahoo.com
19 de marzo de 2007
El Universal
El gobernador González Parás tiene que explicar muy bien cómo pudo el narco penetrar de manera tan contundente las instituciones neoleonesas
Desde hace algún tiempo Nuevo León fue puesto bajo la lupa de los servicios de inteligencia de Estados Unidos, que notaron tempranamente que los jefes del narcotráfico estaban enviando a sus familias a vivir a Monterrey, donde sus esposas entraron a círculos sociales y se codearon con parte de la crema y nata regia, mientras sus hijos entraban a las mejores escuelas. Monterrey era un santuario de buena calidad de vida para las familias de ellos, que se encontraba fuera del foco de alerta del gobierno mexicano, pese a las señales bastante claras que provenían de Washington, coronadas con el nombramiento de Luis G. Moreno como cónsul.
Los antecedentes de Moreno debieron haber levantado las cejas dentro del gobierno mexicano. Con larga experiencia en zonas de conflicto, Moreno había sido clave para rescatar en Haití al ex presidente Jean-Bertrand Aristide, y ocupó una butaca de primera fila durante el Proceso 8000, que investigó los presuntos nexos del ex presidente colombiano Ernesto Samper con el narco. La Secretaría de la Defensa leyó lo que sucedía y mantuvo a uno de sus mejores cuadros, el general Mario Ayón, como comandante de la IV Región Militar, que abarcaba Tamaulipas y San Luis Potosí. Al jubilarse el año pasado, lo reemplazaron con el general Javier del Real Magallanes, quien había sido jefe de la inteligencia militar. La negligencia de los civiles trastornó brutalmente la seguridad en el estado y hoy, el gobernador Natividad González Parás está desbordado por las ejecuciones.
Su gobierno ha sido infiltrado en los más altos niveles, de acuerdo con un informe de la PGR, los cuales proveen protección e información a los varios cárteles que se disputan la plaza. Existen cuatro ejes del narco en el estado, aunque tres de ellos se encuentran estrechamente vinculados. La guerra está enfrentando al Cártel de Sinaloa, que encabezan los hermanos Beltrán Leyva, con el Cártel del Golfo, Los Zetas -que aunque es su brazo armado tienen altos rangos de autonomía-, y la organización de los hermanos Valdés.
Los municipios más afectados por esta lucha son Monterrey, donde prolifera el narcomenudeo y el tráfico de armas; General Escobedo, en la salida hacia Nuevo Laredo, por donde salen por tierra las drogas hacia Estados Unidos; Guadalupe, donde hay un alto número de industrias y se encuentra cercano al aeropuerto; y San Pedro Garza García, en donde se han asentado los jefes de los cárteles y sus familias, particularmente en la muy próspera colonia Del Valle. Indistintamente se da el lavado de dinero y, más preocupante aún, los cobros de facturas y las ejecuciones, resultado de una ruptura de los frágiles equilibrios que existían hasta principios de 2006, cuando las coordenadas vigentes se modificaron.
Este cambio en la dinámica de la lucha contra el narcotráfico y de sus propios reacomodos internos en los cárteles provocó que se extendieran las batallas a las calles de Monterrey y sus suburbios, aumentaran las ejecuciones de mandos policiacos y se incluyera a familiares de narcotraficantes como víctimas potenciales, rompiendo la regla de oro de mantenerlos siempre fuera de sus guerras. El balance ha sido desastroso para González Parás. En 2006 hubo 55 ejecuciones, cinco de ellas de jefes policiacos. En los dos meses y medio de este año van 29 ejecuciones, de las cuales 13 eran policías.
Nuevo León está tocado peligrosamente. Cuando el gobierno federal empezó su nueva campaña contra el narco en Michoacán y Tijuana a fines del año pasado, el gobernador anunció que iniciaría su propia campaña contra el narco, pese a que su estado no figuraba entre las prioridades del presidente Felipe Calderón porque no había dominio territorial de los cárteles. Un funcionario federal comentó en ese momento que González Parás quizás no quería que se supiera el grado de penetración de la delincuencia organizada en las instituciones neoleonesas. En cualquier caso, los primeros resultados parecen ser positivos, lo cual parece una contradicción dado el alto número de ejecutados.
Esto se explica por la lógica del combate al narco y la forma como los equilibrios existentes se van modificando. En el pasado, cuando menos en forma clara hasta principios de los 90, una buena parte de los equilibrios con la delincuencia organizada -que resultaba en menos inseguridad pública y la ausencia notoria de ejecuciones- se daba a través de la negociación. Es decir, como sucede en muchos países del mundo, se daban pactos no escritos en diferentes niveles entre las autoridades y los capos de las mafias, teniendo como intermediarios a jefes policiacos, donde a cambio de no llevar la violencia a las calles ni calentar las plazas generando terror entre la población no involucrada, les permitían operar sus negocios ilícitos, cuidando que no crearan un problema de salud pública o minaran las instituciones, particularmente las políticas. Otra forma de equilibrio se daba a través del combate frontal sin corrupción institucional, con lo cual se lograba que la lucha entre los dos bandos se mantuviera lejos del ojo público, y se evitaba que las guerras se libraran en las calles de las ciudades, al no ser la corrupción policial parte vital del conflicto.
Lo que ha sucedido en Nuevo León de manera sobresaliente en los 14 últimos meses es lo segundo. En julio del año pasado, apenas unas horas después que anunciara la rotación de los comandantes de la policía ministerial y de fiscales, fue ejecutado el director de la Agencia Estatal de Investigaciones, presuntamente por órdenes del Cártel de Sinaloa. La semana pasada hubo 13 ejecuciones, la mitad de ellas de policías en diversos municipios, incluido el jefe en San Pedro. Tantos asesinatos sólo se explican al sacudir el avispero. Tantas ejecuciones de policías sólo se entienden en la lógica de que, o al estar siendo muy vigilados ya no pueden cumplir con los cárteles para proveerles protección, o que se fueron a trabajar con el cártel rival. La posibilidad de que sea resultado del trabajo de policías honestos existe, pero remotamente. No forma parte de ningún patrón la ejecución de policías que no entran a los círculos de corrupción.
La pregunta al gobernador y a los alcaldes, en particular los que acaban de entregar sus cargos a nuevas administraciones, es qué tanto dejaron de hacer para que los infiltraran de esa manera. Los niveles de infiltración pueden empezar a medirse en función de cuántos policías son asesinados. Nuevo León lleva mano en estos momentos, y la segunda pregunta fundamental es quiénes, dentro de los gobiernos estatales y municipales, están coludidos con el narco. Esta respuesta aún no la da el gobernador González Parás, que se apresura a limpiar la casa antes que otros ojos entren a verla o que en Estados Unidos empiecen a mostrar su ropa sucia.
rriva@eluniversal.com.mx
r_rivapalacio@yahoo.com