viernes, mayo 04, 2007

Una agenda falsa

Lorenzo Meyer

El Norte

No hay una sola causa que explique la compleja agenda de problemas que desde hace mucho obstaculiza la buena marcha de la sociedad mexicana, pero es en la corrupción donde se encuentra una de las grandes y añejas raíces del fracaso de los casi dos siglos de esfuerzos por lograr superar la situación de inviabilidad y mediocridad nacionales.

En un libro donde abundan las generalizaciones y las simplificaciones pero también ideas dignas de consideraciones de fondo, Thomas L. Friedman -uno de los columnistas más influyentes de The New York Times-, al analizar la naturaleza de los éxitos y fracasos de diferentes actores del actual sistema global, considera a la corrupción como una enorme desventaja en la competencia mundial y define a las cleptocracias -los sistemas políticos estructurados alrededor del robo- de una manera que casi queda a la medida del caso mexicano.

Se trata, dice Friedman, de sistemas "donde todas o las principales funciones del aparato estatal -desde el cobro de los impuestos hasta los procesos de privatización y de reglamentación- se encuentran invadidos por la corrupción al punto que las transacciones efectivamente legales son la excepción. La verdadera norma -que no sólo es tolerada sino anticipada- es que los funcionarios de cualquier nivel usen su poder para extraer de los ciudadanos, de los inversionistas y del Estado mismo, las mayores sumas posibles de dinero. Por su parte, ciudadanos e inversionistas asumen que sólo mediante el soborno podrán obtener el servicio o la decisión que buscan" ("The Lexus and the Olive Tree. Understanding Globalization", Nueva York: Anchor Books, 2000, p. 146-147).



Gastar la pólvora en 'infiernitos'

En los tiempos que corren, la clase política mexicana -ese grupo relativamente reducido, conformado por los altos liderazgos políticos más los de las grandes empresas, de las iglesias y de ciertas ONGs- pareciera empeñada en ignorar los verdaderos problemas nacionales y, en cambio, se esfuerza en mostrar su capacidad y vocación para invertir su energía en librar una batalla donde puede dar la apariencia de gran vitalidad pero que, en realidad, sirve de cortina de humo para cubrir su inhabilidad para enfrentar y resolver los verdaderos grandes problemas nacionales.

La pólvora con la que cuenta la clase política mexicana no es mucha, y hoy la está gastando no en acabar con los enemigos reales de la sociedad sino en "infiernitos"; en mera pirotecnia que, finalmente, distrae pero pasa sin dejar huella.

Y es que las confrontaciones en torno a la despenalización del aborto que hoy llenan los noticieros tienen poca o ninguna relación con esa larga lista de problemas prioritarios a resolver: la persistencia y profundidad de la corrupción, la mediocridad del crecimiento económico, la impunidad de los monopolios, la polarización de la estructura de clases sociales, la baja calidad de una educación de la que depende la capacidad de México para sobrevivir y prosperar en el mundo de la dura competencia global, el descaro y brutalidad creciente del crimen organizado, la progresiva destrucción de nuestro medio ambiente, la mala calidad de la recién nacida democracia, la migración masiva e indocumentada de mexicanos a Estados Unidos, la ausencia de un proyecto de políticas de largo plazo en relación con el poderoso vecino del norte, la inviabilidad del sistema de pensiones y otras cuestiones similares.

En esta primavera del 2007 dos temas han acaparado la atención. Por un lado, la ya mencionada controversia en torno a la despenalización en la Ciudad de México de los abortos que ocurran dentro de los primeros tres meses del embarazo y que se ha convertido en el centro de la confrontación entre izquierda y derecha. Por el otro, la puntual y desesperante reseña de las no muy efectivas operaciones de los aparatos del Estado -Ejército, policía federal y policía local- contra las organizaciones de narcotraficantes. Y, sobre todo, las ejecuciones cotidianas -que la semana pasada cobraron la vida de 70 personas, una auténtica masacre- producto de la brutal lucha entre los sicarios de los cárteles de la droga y de las represalias de cada uno de esos grupos criminales en contra de aquellos policías que están al servicio de una organización rival.



La sociedad como espectador

El tema del aborto fue elegido por la derecha más conservadora para tratar de ganar lo que los anglosajones llaman el "moral high ground" (las alturas de la superioridad moral) y avanzar en su esfuerzo por minar al Estado laico que con tanto esfuerzo crearon los liberales del Siglo 19 y consolidaron los revolucionarios de inicios del Siglo 20 (el mismo camino que hoy siguen los islamistas turcos). De hacer caso a los activistas, este conflicto es de dimensiones casi cósmicas pues representa la lucha entre el bien y el mal, entre la virtud y la maldad o, visto desde la otra orilla, entre lo retrógrado y lo ilustrado, progresista y civilizado.

Sin embargo, pareciera que la mayoría de los ciudadanos no ha comprado este pleito y ha llegado a una conclusión personal -aceptar o rechazar los argumentos que se ofrecen- negándose a ser movilizada. La derecha llegó a tener a una verdadera masa en las calles cuando se organizó en torno a una demanda de sentido común: la exigencia de seguridad en la Ciudad de México pero, esta vez, su llamado a las excomuniones y las desgarraduras de vestimenta no ha encontrado el mismo eco. La izquierda, por su parte, no ha convocado a grandes masas como sí lo hizo en relación a los asuntos de la elección presidencial pasada.

Hoy, los medios de comunicación también están saturados sobre otra lucha, ésta sí realmente seria: la guerra entre y contra narcotraficantes. Aquí las élites no buscan movilizar a la sociedad mexicana y ésta, alarmada y desmoralizada, no ha podido más que quedarse como observadora. Las encuestas muestran que los ciudadanos sí apoyan los operativos policiaco-militares pero también que ya no tienen mucha confianza en su efectividad. Quizá esto último se explique porque se sospecha, y con razón, que el verdadero enemigo no es el narco sino la gran corrupción que lo engendró y que lo sostiene.

Si se hubieran atacado de tiempo atrás las causas de la miseria, si la economía no criminal creara oportunidades dignas de trabajo, si la corrupción de la policía, el Ejército y el aparato de justicia que caracterizan hoy a México, fuera menor, seguirían existiendo las organizaciones criminales que viven de satisfacer la demanda de drogas, pero su impacto social y político sería menor, como efectivamente es el caso en esos otros países donde la corrupción no es la norma sino la excepción.



La cleptocracia y el futuro

La cleptocracia en estado puro no existe, es un instrumento teórico, pero los grados en que se da este fenómeno son cardinales para entender a una sociedad. Friedman no carece de razón al proponer a Nigeria como uno de los países que está más cerca del modelo. Pese a sus recursos, en particular al petróleo, Nigeria es hoy un Estado fallido. Friedman sostiene que India y China son otros tantos ejemplos de cleptocracias. Sin embargo, en estos dos últimos hay otras fuerzas -la demografía, sus áreas de excelencia educativa y académica, su grado de gobernabilidad y otras- que finalmente les han permitido un crecimiento económico envidiable, al punto que hoy sobran razones para considerarlas futuras potencias económicas y políticas.

México, como cleptocracia, se encuentra en algún punto más o menos equidistante entre Nigeria por un lado y China y la India por otro. Stephen R. Niblo, un historiador norteamericano, ha mostrado muy bien el alto grado de corrupción del México postrevolucionario ("Mexico in the 1940s. Modernity, Politics and Corruption", Wilmington: SR Books, 1999). Sin embargo, en esa coyuntura nuestro país pudo dar forma a lo que a mediados del siglo pasado se llamó el "milagro económico mexicano".

Pero eso fue en condiciones de no globalización. Hoy la situación es muy distinta y el país simplemente pareciera haber perdido el rumbo. En la actualidad, la corrupción mexicana es más dañina que la del pasado pues ha dilapidado la renta petrolera, ha impedido la excelencia educativa, ha desperdiciado el gasto en infraestructura, ha fomentado el crimen organizado, ha permitido la captura del Estado por los monopolios y hecho casi irrelevante el cambio de autoritarismo a democracia.

Hoy, gastar la energía política en la controversia sobre la legalización del aborto es usar la pólvora en "infiernitos". El verdadero enemigo está asaltando las murallas de nuestra viabilidad como sociedad y como Estado nacional.

opinion@elnorte.com