José Woldenberg
"El Violín" es una historia sobria y conmovedora. Lo primero porque su director, Francisco Vargas, intentó y logró hacer a un lado esa parafernalia gratuita que suele acompañar a buena parte del cine de casi todas las latitudes. Adelgazó el relato, pulió los elementos, contuvo los posibles excesos y construyó un relato pulcro y contenido. Y conmovedora porque recupera con maestría el abc de toda creación verdadera: la invención de unas vidas y unos acontecimientos que son contados desde el punto de vista único e intransferible del autor. De ahí su tono, su atmósfera, su intensidad.
En "El violín" irrumpen unos paisajes, rostros, situaciones que parecían erradicados del cine nacional. En ese sentido se convierte en una subversión de los usos y costumbres de la producción cinematográfica más reciente tan satisfecha de no salir de los laberintos de las capas medias urbanas. Francisco Vargas y su equipo vuelven los ojos a ese otro México oculto, inasible desde la ambición comercial, pero siempre presente en la conformación de ese país escindido y fragmentado, al que por inercia y facilidad llamamos México.
La guerrilla y el ejército se encuentran en una lucha desigual. El ejército ocupa los pueblos y la cauda de tortura, amenazas, abusos y violaciones hace su aparición. Muertos y torturados. Migrantes forzados y campamentos provisionales de refugiados. Y grupos guerrilleros que esperan crecer para entonces sí ajustar cuentas. Vargas no indaga en las causas de esa guerra. Tampoco se detiene en el proyecto guerrillero. Pero utiliza la más que grave y opresiva situación para narrar la historia de un campesino -violinista manco- que con astucia y valor intenta ayudar a los suyos, sólo para ser utilizado por el ejército para atrapar a la dirigencia guerrillera, entre la que se encuentra su propio hijo Genaro (Gerardo Taracena).
Pero el resumen de la trama induce a caer en el error de reducir la película a su anécdota. Y "El violín" es mucho más que eso. Es la historia de las relaciones entre el abuelo, el hijo y el nieto, que en la superficie parecen frías y que, sin embargo, están rodeadas de un aura de calidez y comprensión recíproca que las vuelve luminosas. Es además el despliegue de las relaciones ambiguas -a ratos tensas y a ratos cálidas y finalmente imposibles- entre don Plutarco (Ángel Tavira) y el jefe militar (Dagoberto Gama). Es el paisaje físico y humano del "México Profundo" que diría Guillermo Bonfil Batalla. Es a final de cuentas la historia trágica de un puñado de hombres.
Pero es también una estética. Francisco Vargas opta por la dignidad del blanco y negro. Sabe o intuye que esos sembradíos de maíz, esas milpas cultivadas con el azadón, esos pueblos enclavados en la montaña, esos caminos terrosos, esos rostros, esos esqueléticos burdeles y esas casas de madera, pueden perder elocuencia y fuerza dramática con el color. El blanco y negro se convierte entonces en una paleta de colores más viva que la del arco iris. Se trata de las tonalidades de la gravedad y el decoro. A eso hay que sumar unos encuadres que parecen conjugar y al mismo tiempo estar equidistantes del preciosismo de Gabriel Figueroa y la fuerza brutal de un documental de guerra.
El personaje central -don Plutarco Hidalgo- es una presencia excepcional: correosa como el pan envejecido, dura como la piedra, vertical y flexible como el tallo del maíz y portadora de una sabiduría decantada por una tradición oral que se remonta al inicio de los tiempos. Sabe que toda biografía tiene un final y que la mejor desembocadura de la vida es la que se cursa con dignidad. De ahí la respuesta seca, pero exacta a las exigencias y amenazas reiteradas del militar que lo conmina a tocar: "Se acabó la música".
Hay insinuado en la película un cierto paralelismo entre las rutinas militares de ambos bandos. La jerarquía vertical, los ejercicios físicos y guerreros, el juego con las armas, se repiten (y editan) tanto entre los militares como entre los guerrilleros, y son el telón de fondo que anuncia el desenlace trágico. Ello me parece un enorme acierto. Porque una vez que se activa la espiral de la violencia -más allá de ganadores o perdedores coyunturales, por encima de la epopeya o la sevicia-, la estación terminal siempre es la muerte.
Sin embargo, en ese terreno, no todo es perfecto. Hay un maniqueísmo implícito a lo largo del filme. Los guerrilleros son una comunidad homogénea, sin fisuras ni contradicciones, son ahora sí que "los buenos de la película". Ello acaba por convertirlos en una especie de coro indiferenciado que pierde sustancia y terrenalidad. Igualmente la historia/leyenda que le cuenta el abuelo al nieto y que desemboca en el combate entre "los hombres verdaderos" (noción que no deja de producirme un malestar informe) y quienes encarnan la envida y la ambición resulta truculenta, ajena a un personaje como don Plutarco. Pero en fin...
Pero más allá de esas reservas (ultrasubjetivas, personales y quizá intransferibles), lo cierto es que "El Violín" es una película extraña entre nosotros. Y paradójicamente su originalidad se alimenta de su afán por redescubrir esas historias subterráneas que modelan todos los días el rostro del país y las relaciones sociales que le dan forma y deforman. Porque al final de cuentas, si bien el cine no tiene por qué ser siempre y bajo cualquier circunstancia un "espejo" (imposible) de la realidad, no está nada mal que de vez en vez alguien con talento y sensibilidad nos enfrente a las contrahechuras y monstruosidades del llamado, no sin una buena carga de eufemismo, tejido social mexicano.
viernes, mayo 04, 2007
El Violín: Se acabó la música
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