Denise Dresser
“No nos vamos a dejar dominar por una bola de maleantes que son una ridícula minoría”, declara con vehemencia Felipe Calderón. Sin duda el Presidente se refiere a los narcotraficantes, a los criminales organizados, a los secuestradores, a los capos, a Los Zetas, a los sicarios, a todos aquellos que retan a la autoridad y buscan ser dueños de la plaza que el Estado necesita monopolizar. Pero al escucharlo, resulta difícil minimizar el problema como él intenta hacerlo. Resulta inverosímil pensar que el reto para México se reduce a un manojo de personas violentas con camionetas y ametralladoras que el despliegue creciente de la fuerza pública logrará -algún día- subyugar. La situación es más grave de lo que se admite, más compleja de lo que se discute, más difícil de lo que el gobierno calderonista quiere reconocer.
Como lo revela el libro El México Narco, coordinado por Rafael Rodríguez Castañeda, el narcotráfico ha invadido el territorio nacional, región tras región, estado tras estado. Con la complacencia y la complicidad de las autoridades -civiles, policiacas, militares- el narcotráfico ha convertido al país en una potencia de producción, venta, distribución y exportación de estupefacientes. Desde Tijuana hasta Cancún, desde Reynosa hasta Tapachula, los cárteles imponen sus propias leyes, cobran sus propios impuestos, instalan sus propios gobiernos. La “ridícula minoría” ha logrado poner en jaque a la impotente mayoría. México no puede ser catalogado como un Estado fallido, pero se ha convertido -en ciertas franjas del territorio nacional- en un Estado acorralado.
Si durante el sexenio de Vicente Fox, la PGR había detectado la presencia de siete cárteles bien estructurados y bien protegidos, ahora vemos su multiplicación. Su diversificación. Su participación en nuevos negocios como el secuestro y el tráfico de personas. El mercado del delito es más amplio y más competido; más grande y más reñido. Basta con mirar a Aguascalientes que dejó de ser el “oasis de tranquilidad” para convertirse en un sitio de enfrentamientos constantes entre los cárteles de Juárez y Sinaloa. O Durango, el estado de la impunidad garantizada. O Campeche, donde la exuberancia natural, la pobreza de sus habitantes y la añeja corrupción gubernamental han creado una base ideal para el narco. O Chihuahua, donde las peleas entre los Carrillo Fuentes y El Chapo Guzmán han diezmado la región. O el Distrito Federal, donde células de los cárteles de Juárez, los Arellano Félix, los Valencia, del Golfo, de Culiacán, los Beltrán Leyva, y La Familia Michoacana mantienen una activa presencia, al igual que en la tierra de Enrique Peña Nieto.
Ejemplos de cómo las “ridículas minorías” van infiltrando, avanzando, imponiendo, erosionando, montadas sobre un andamiaje institucional corroído. El tamaño del narcotráfico en México equivale a la magnitud de la corrupción; a la existencia precaria o inexistente del Estado de Derecho. El mapa de los cárteles de la droga coincide, casi calcado, con el entramado gubernamental. Con los miembros del Ejército comprados. Con las corporaciones policiacas corrompidas. Con el Poder Judicial cómplice. Con los periodistas locales intimidados o asesinados. En México la frontera entre legalidad y delito es cada vez más tenue, más difusa, más permeable.
Como argumenta Rodríguez Castañeda, “se corrompe arriba, se corrompe abajo y a los lados”. La complicidad generada por un mercado multimillonario trastoca tanto la base de la pirámide social como la punta del poder oficial. Ante ello, Felipe Calderón argumenta que sería ingenuo cambiar de estrategia; fustiga a sus críticos por tan sólo sugerirlo; defiende lo que ha hecho sin abrir la posibilidad de un planteamiento alternativo. Pero la realidad recalcitrante sugiere que llegó la hora de repensar la visión oficial y nadie está proponiendo que deje de combatir a los criminales. De lo que se trata es de hacerlo con más inteligencia y con una visión más amplia que vaya a la raíz del problema. México es un país de crímenes sin castigos; de delincuentes rara vez aprehendidos y muchas veces liberados; de 100 delitos denunciados donde sólo en 3 casos se llega a sancionar a algún responsable. Combatir el narcotráfico sin combatir la impunidad, eso sí, es una guerra fallida.
De poco sirve un despliegue masivo de tropas y fuerzas de seguridad federal que en el mejor de los casos es un disuasivo temporal para la actividad criminal. Hay que pensar menos en cómo atrapar capos y más en cómo profesionalizar policías. Hay que centrar menos atención a la interdicción de drogas y más hacia la construcción de juzgados funcionales. Hay que dedicar menos tiempo a perseguir narcotraficantes dentro de las universidades y más tiempo investigando y frenando los flujos financieros que les permiten operar. Hay que utilizar menos recursos atrapando a quienes viven del mercado del narcotráfico, y más en cómo despenalizarlo para coartar sus ganancias. Si no, la “ridícula minoría” seguirá riéndose de Felipe Calderón mientras se adueña de su plaza.
viernes, abril 02, 2010
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