miércoles, abril 28, 2010

Camposantos y Fosas Comunes

Museo de Historia Mexicana.


Quisiera compartir algunas reflexiones motivadas por un intercambio de ideas que hubo ayer en Monterrey a propósito de la política de militarización implementada por la administración calderonista y sus claros efectos en los derechos humanos.

El dato que sobre sale de entre todos es la cantidad ascendente de vidas humanas perdidas. Por desgracia, a los medios, esos actores de la vida pública que se encargan, precisamente, de mediar nuestras representaciones sobre la realidad, les interesa concentrarse en dos tipos de eventos: la suma de las cantidades de muertos que van sumándose a la pila de cadáveres, y luego, en darle una profusión enorme a las declaraciones de funcionarios y a la lectura de los boletines oficiales.

En el camposanto que se esmeran en construir los medios (cuántos muertos van, cuántos hubo hoy, cuántos el último mes, o semana o día), el concentrarse tanto en las cantidades acumuladas lo que acaba por hacer, es ofrecer un panorama de un panteón en donde lo único que hay, salvo algunas excepciones, son las fosas comunes.

Una fosa común es un agujero abierto donde quienes perdieron la vida también perdieron toda seña de identidad personal. En primer lugar, si se trataba realmente de personas vinculadas a las organizaciones delincuenciales; puesto que una vez que los militares han declarado que se trataba de sicarios, los medios siguen la versión transmitiéndola profusamente, ya no hay cabida entonces para que las autoridades civiles inicien alguna investigación conforme a derecho, como es su deber y como lo establece la propia Constitución. Así, se teje una maraña de silencio y de invisibilidad sobre la identidad de los fallecidos.

Una de las consecuencias de la política militarizadora es que las fuerzas armadas no tengan qué responder por los actos en los cuales hubo, precisamente, víctimas fatales. Está dentro del fuero del que actualmente gozan, el que impere la opacidad de lo que realmente sucedió, y de quiénes fueron las personas abatidas.

“Operativos exitosos”, los llaman los boletines y declaraciones triunfalistas de los funcionarios. “Ajustes de cuentas entre delincuentes o pandilleros”, como lo llegó a afirmar el propio Calderón cuando la tragedia de Salvárcar en Ciudad Juárez. Ahí es donde el gobierno pretende que se detenga toda pesquisa, toda información. En sus declaraciones y en ese cierre total de compuertas para saber la verdad.

Sólo cuando los deudos de las víctimas declaran abrirse paso, por varias causas, entre esa maraña de boletines oficiales y de la tormenta de imágenes proporcionada por los medios (la exhibición de cuerpos caídos para en seguida añadir imágenes de casquillos disparados y el supuesto arsenal capturado), sólo cuando los deudos, los amigos, conocidos, vecinos de las víctimas se atreven, juntos, a contar la verdad, es cuando más o menos se logra salir de todo ese tupido ramaje de las triunfalistas declaraciones oficiales. Con el detalle de que las víctimas inocentes ya fueron sometidas a una intensa campaña de estigmatización.

Si esa movilización de los deudos y sus redes de conocidos, de familiares, no logró (por razones distintas) abrirse paso, sus muertos van a dar a la fosa común de personas sin ninguna identidad. Van a dar a esa estadística cruel de las cifras acumuladas. Nada de su pasado, nada de sus esfuerzos. Nada. Simplemente, la nada.

Existe la presunción, la hipótesis, la suposición, de que una parte considerable de las víctimas formaban parte del narcomenudeo. Tiene sentido: no tendríamos por qué renunciar a la experiencia histórica, de aquí y de otros lugares, de ahora y de otros tiempos, que nos señala lo siguiente: en los conflictos que conllevan la pérdida masiva de vidas, los primeros en caer, y quienes aportan la mayor parte de la escalofriante aritmética de la muerte, son las personas más vulnerables. Aquellas que no contaban con redes de protección colectiva, institucional, o grupal.

Ojalá se entienda que la hipótesis anterior es sólo éso: una guía, una pista con la que se puede contar ante la total ausencia de investigaciones conforme a derecho para saber la identidad de los muertos. No se trata por consiguiente de victimizar a diestra y siniestra a todas las personas fallecidas, ni de levantar un discurso maniqueo y sin matices. Lo que se trata de señalar es que una parte considerable de los muertos sigue sin ser aclarada, sigue sin saberse quiénes los asesinaron, continúa la ignorancia de conocer lo que hacían. Por lo que tiene que presumirse su vulnerabilidad extrema, en el sentido de que carecían de esas redes de protección. ¿Eran parte del “narcomenudeo”? Es posible. ¿Eran personas inocentes colocadas en una situación de indefensión total, y de las amenazas hacia sus deudos? Es también posible.

Lo cierto es que mientras continúe la actual política militarizadora, la cual tiene como anexo el fuero militar y la opacidad de los aparatos de represión del Estado, la sociedad civil se encuentra en un estado de ignorancia sobre la identidad de los miles de muertos.

Resulta hasta un contrasentido el que esa misma política calderonista asegure fijarse el “imperio de la ley”. Pues si realmente se quisieran saber los móviles concretos que impulsan a personas concretas a delinquir, tendrían que realizarse investigaciones serias, conducidas conforme a derecho, a fin de conocer sus biografías individuales y familiares. Las posibilidades que les ofrecían sus mundos de la calle, o sus mundos del trabajo, y que les resultaron insatisfactorias y las convirtieron en presas de las organizaciones de delincuentes.

Pero como la orden asumida por soldados o marinos entrenados para matar al “enemigo” no incluye, para nada, hacer ningún tipo de investigaciones, sino sólo eso, echar bala a quienes les parezcan sospechosos, entonces se abre un ancho panorama para la ignorancia de los propios defensores de la “guerra” y de la militarización respecto a quiénes son sus “enemigos” y por qué arriban a ese estado de confrontación.
El “imperio de la ley” preconizado por Calderón no es sinónimo de echar balazos. Que lo digan las familias y seres queridos de los inocentes. Que lo digan las propias fuerzas armadas sometidas a un desgaste en su prestigio y en su presencia como institución republicana.

El “imperio de la ley” es asunto también de una ciudadanía dispuesta a expresarse y a movilizarse de maneras distintas. Es muy sintomático que hayan surgido colectivos estudiantiles. Y que de nuevo se relance el tema de la defensa de los derechos humanos. Queda abierto un panorama donde la imaginación, la creatividad mezclada con una justa indignación, puedan dar el paso a métodos y maneras para condensar una incipiente movilización social en organizaciones más cohesionadas y establecidas, como los observatorios ciudadanos, los comités civiles para la rendición de cuentas, las asociaciones que se vayan sumando a empoderar a la sociedad civil.

Ante la cerrazón de las actuales autoridades, va quedando claro que no queda de otra sino por una apuesta seria a explorar maneras para organizarse desde abajo. Pues de otro modo, la perspectiva es que se sigan cavando fosas comunes de anonimato, de personas sin nombres, sin derechos, sin ninguna identidad, en medio de este crecimiento numérico del camposanto.


Saludos.

José Antonio Trujeque

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