sábado, septiembre 30, 2006

Tiempo de audacia


Recordemos que quienes somos de izquierda en México, tenemos una gran responsabilidad historica para con el pueblo, particularmente en este momento y por ello hay que utilizar todas las armas de la audacia y la imaginación.

Epigmenio Ibarra en Milenio
Ha llegado el momento; no hay tiempo que perder. La izquierda en este país tiene que reinventarse. No se trata sólo de la urgencia de unos cuantos; es México el que exige, el que necesita una izquierda poderosa, convincente, articulada, moderna y capaz de inclinar decisivamente la balanza a favor de esa inmensa mayoría de desposeídos que ya no tiene ni nada que perder, ni nada que esperar. Está en juego la integridad de la Nación, la paz social que la hace posible. Sin una izquierda poderosa este país revienta. Nada se gana ya, sin embargo, con seguir lamiéndose las heridas. Nada se gana tampoco olvidando las afrentas sufridas, dándole vuelta a la página. Es tiempo de ser memoriosos hasta el detalle más insignificante e imaginativos hasta saciar el más desaforado de los sueños. Memoria y audacia son la clave. Ni la rabia, ni el lamento son el camino por el que debe transitarse; eso corresponde a los profesionales de la derrota, a aquella izquierda que hizo de sus fracasos su único y más entrañable patrimonio. Es tiempo de audacia, tiempo de vencer.

Quien se aferra a la consigna, quien repite de memoria el manual, quien es incapaz de liberarse de los dogmas del marxismo tradicional está condenado a desaparecer o peor aún a convertirse en una pieza más de ese instrumental que la derecha utiliza con gran eficacia para exhibir su “tolerancia”, su “apertura” y con la coartada de la democracia —que de eso se trata solamente; de una coartada— seguir haciendo de las suyas. No puede, pues la izquierda con una mera existencia contestataria y vociferante servir como demostración del clima de democracia en el país; convertirse por su supuesto radicalismo en prueba fehaciente de la pluralidad del régimen. De nada sirve recorrer el país vestido para la guerra, camuflado y encapuchado si eso sólo demuestra al mundo que aquí, en rigor, no hay conflicto alguno. En combate el camuflaje sirve para no ser descubierto por el enemigo. En la paz es sólo un disfraz, una impostura.

Tampoco, es preciso reconocerlo, hay momentos en que sirve de mucho la expresión detallada de diferencias programáticas. No se trata de negar el derecho que cualquier militante y más un dirigente distinguido tienen a disentir; se trata de que la falta de generosidad y de visión enmascaradas en el análisis terminan haciendo del crítico uno más de los demoledores —y esos sobran— de las posibilidades de vencer de la izquierda. ¿Qué habría pasado si el ingeniero Heberto Castillo, allá en el 88, cierra la puerta a los priistas encabezados por Cuauhtémoc Cárdenas?
Tiene la izquierda en México el reto fundamental de definir los términos reales de la confrontación que vive este país. Debe hacerlo con profundidad, con certeza, sin estridencia inútil, sin convertirse, sin dejar que la conviertan en un actor, en una comparsa más del sainete en que quieren, los que detentan el poder, hundir al país entero. La paz está en peligro no tanto por las acciones de la izquierda sino precisamente por la falta de acciones más contundentes y efectivas de la misma, porque pese a todo no ha logrado todavía constituirse en un contrapeso efectivo que frene a aquellos que han hecho de nuestra incipiente democracia una burla.

El país no aguanta más. Por más de 25 años una camarilla de tecnócratas ha utilizado al PRI y al PAN para someternos a los designios del Fondo Monetario Internacional y hundir a México en un océano cada vez más profundo de desigualdad. Su prestigio internacional, su continuidad en el poder, descansa en el respeto irrestricto de las normas macroeconómicas establecidas en el Consenso de Washington y en el respaldo que gracias a esta observancia religiosa obtienen de los grandes inversionistas. Los partidos de la derecha —las diferencias ideológicas entre el PRI y el PAN se han vuelto irrelevantes— son sólo la mascarada electoral que utilizan para perpetuarse en el poder. Los presidentes de la República terminan siendo meros operadores, gerentes si acaso, de quienes en estricto sentido tienen en sus manos la conducción del país: el secretario de Hacienda, el gobernador del Banco de México y ahora los presidentes de las Comisiones Federales de Competencia y Telecomunicaciones. Felipe Calderón habrá de gobernar, si es que logra hacerlo, con las manos atadas. Más allá de su muy cuestionable legitimidad es desde ya rehén de esa misma camarilla. Ahí esta el adversario: tienen proyecto, muy pocos escrúpulos, aliados internacionales y sicarios en casa. A ellos, ahora, hay que enfrentarlos; con talento, con imaginación. Nos va la vida en ello.
eibarra@milenio.com