La Jornada
La muerte es buena cuando llega como culminación natural de la vida, como fruto de azares que no están en nuestras manos o como desenlace de enfermedad inevitable. El dolor devasta, pero construye; la oquedad desespera, mas no envenena el alma, y el hueco hospitalario en la tierra se vuelve raíz de la existencia para quienes permanecen en la superficie por un tiempo más.
Pero la muerte es mala cuando ocurre como mandato de un tercero, como ejecución de venganza, acto de lucro, impartición de justicia, razón de estado, cálculo de intereses. La muerte que sobreviene por la maldad del otro deja sembrados odios inextirpables por los siglos de los siglos, rencores en clamor o en solitario, más ganas de matar. Quien asesina, ordena, propicia o tolera el homicidio, convierte la vida en campo de cultivo de la muerte y ensucia al mundo.
De esas segundas defunciones nos han llenado el país. Cuatro años de confrontaciones necrofílicas, cuatro años de programas y planes que apestan a muerte, cuatro años de faltas de respeto a las dos puntas entre las que transcurre la existencia.
Nadie llega con rencores al otro mundo. La nada es indiferente, pero no discrimina. Ningún difunto ve con recelo al vecino, ni con envidia al prójimo, ni con afán de venganza a nadie. En el camposanto no existen clases sociales ni distingos morales ni jerarquías ni escalafones ni grados ni fronteras ni inocencias o culpabilidades: la costra de la Tierra es amorosa con todos sus hijos fallecidos y trata por igual al faraón y al albañil de la pirámide. Las lápidas y los monumentos son marcas para este lado, pero no se divisan desde el otro, en donde nada se divisa. La abominación constante más allá de la muerte es una ilusión estúpida. No hay nombre anidado en el recuerdo que no merezca el saludo universal que los vivos pronuncian en este día a los difuntos. No ha de negársele un pétalo de cempasúchil, una pizca de sal o un pan rosado a ninguno de los que no vendrán y que, sin embargo, permanecen entre nosotros.
Materia misericordiosa, Virgen de la Buena Muerte, agua subterránea: purifiquen la fosa, el tambo, la cajuela, el paredón, el cadalso, la crujía, el pedazo de asfalto, la sala de tortura donde cayó el asesinado. Devuélvanle en su tránsito a la tierra la inocencia y la desnudez del nacimiento. No permitan que siga la floración de cuerpos inertes en esos sembradíos.
Muertos buenos y muertos malos, muertas madres y muertos padres, hijas e hijos muertos, muertos narcos y muertos soldados, muertos corruptos y muertos probos, muertos inocentes y muertos culpables, muertos funcionarios y muertos hampones, muertos magnates y muertos muertos de hambre: ya pasó todo y en la nada de ustedes no hay asideros para el rencor. Sientan afecto. Sean bienvenidos. Tengan buen provecho.
La muerte es buena cuando llega como culminación natural de la vida, como fruto de azares que no están en nuestras manos o como desenlace de enfermedad inevitable. El dolor devasta, pero construye; la oquedad desespera, mas no envenena el alma, y el hueco hospitalario en la tierra se vuelve raíz de la existencia para quienes permanecen en la superficie por un tiempo más.
Pero la muerte es mala cuando ocurre como mandato de un tercero, como ejecución de venganza, acto de lucro, impartición de justicia, razón de estado, cálculo de intereses. La muerte que sobreviene por la maldad del otro deja sembrados odios inextirpables por los siglos de los siglos, rencores en clamor o en solitario, más ganas de matar. Quien asesina, ordena, propicia o tolera el homicidio, convierte la vida en campo de cultivo de la muerte y ensucia al mundo.
De esas segundas defunciones nos han llenado el país. Cuatro años de confrontaciones necrofílicas, cuatro años de programas y planes que apestan a muerte, cuatro años de faltas de respeto a las dos puntas entre las que transcurre la existencia.
Nadie llega con rencores al otro mundo. La nada es indiferente, pero no discrimina. Ningún difunto ve con recelo al vecino, ni con envidia al prójimo, ni con afán de venganza a nadie. En el camposanto no existen clases sociales ni distingos morales ni jerarquías ni escalafones ni grados ni fronteras ni inocencias o culpabilidades: la costra de la Tierra es amorosa con todos sus hijos fallecidos y trata por igual al faraón y al albañil de la pirámide. Las lápidas y los monumentos son marcas para este lado, pero no se divisan desde el otro, en donde nada se divisa. La abominación constante más allá de la muerte es una ilusión estúpida. No hay nombre anidado en el recuerdo que no merezca el saludo universal que los vivos pronuncian en este día a los difuntos. No ha de negársele un pétalo de cempasúchil, una pizca de sal o un pan rosado a ninguno de los que no vendrán y que, sin embargo, permanecen entre nosotros.
Materia misericordiosa, Virgen de la Buena Muerte, agua subterránea: purifiquen la fosa, el tambo, la cajuela, el paredón, el cadalso, la crujía, el pedazo de asfalto, la sala de tortura donde cayó el asesinado. Devuélvanle en su tránsito a la tierra la inocencia y la desnudez del nacimiento. No permitan que siga la floración de cuerpos inertes en esos sembradíos.
Muertos buenos y muertos malos, muertas madres y muertos padres, hijas e hijos muertos, muertos narcos y muertos soldados, muertos corruptos y muertos probos, muertos inocentes y muertos culpables, muertos funcionarios y muertos hampones, muertos magnates y muertos muertos de hambre: ya pasó todo y en la nada de ustedes no hay asideros para el rencor. Sientan afecto. Sean bienvenidos. Tengan buen provecho.
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