miércoles, octubre 06, 2010

GRANADAZO EN GUADALUPE

Guillermo Berrones

Sr. Gobernador, Rodrigo Medina, hoy (noche del sábado 2 de octubre) me acordé de ti, mientras cenaba con mi familia en un restaurante de antojitos frente a la plaza de Guadalupe. Había ambiente festivo de fin de semana y antes de entrar al lugar, le acababa de comentar a mi hija que me gustaba el centro de Guadalupe para vivir. Eran las diez veinticinco cuando escuchamos un estruendo terrible en la plaza. Tú no tienes ni idea de lo que es el horror reflejado en el rostro de los ciudadanos que esperan vivir bajo la protección de las autoridades que eligieron como gobernantes.

Hubieras visto el terror en el rostro de mi hija adolescente que sueña con ser una profesionista de utilidad al país que la vio nacer. La angustia de no saber exactamente qué sucedía afuera donde se veía correr a todo mundo asustado . El dueño del restaurante intentaba tranquilizar a sus clientes con el rostro pálido y desencajado, pues se asomó a la puerta y regresó caminando como autómata. ¿Qué sucedía? ¿qué vio en la plaza aquel hombre? Escudriñábamos en su mirada, en el color desvanecido de su piel, en su andar. Todos nos pusimos de pie sin movernos, nadie se tiró al suelo como dicen que se debe hacer en estos casos, como tampoco nadie esperamos vivir una experiencia así. Una bomba, dijo mi mujer, y a mi hija se le enrojecieron los ojos mirándome con más angustia y pidiéndome que nos refugiáramos en el fondo del restaurante. Temblaba de pánico. Traté de tranquilizarla diciéndole que allí estábamos seguros (en realidad lo dudaba). Tomé el celular y llamé a mi hija mayor que vive por el centro de Guadalupe para cerciorarme que estuviese en casa con su esposo y no en la plaza a donde acostumbran pasear a su hijo de cinco años. Me asomé a la puerta esperando, deseando, que hubiese sido un neumático o un accidente por otros motivos. Pero el estruendo había sido mayor que un moflazo. Entre la iglesia de Guadalupe y el palacio municipal una bocanada de humo se disipaba pesadamente. Un gordo policía huía hacia el centro de la plaza, alejándose del lugar o buscando refugio. Gritaban hombres y mujeres pidiendo auxilio. Curiosamente no escuché el llanto de los niños que unos minutos más tarde vi heridos. Una niña sangraba de la cabeza; una mujer embarazada renqueaba y un hombre joven, calvo, pedía que atendieran a los niños. Cerca de la iglesia se veían otras personas heridas. Dos autopatrullas llegaron y también una granadera, ahí subieron a tres de los niños lesionados. Nadie sabía qué hacer. Después vinieron las ambulancias, más patrullas y acordonaron el área, como siempre sucede; bomberos y el ejército aparecieron después de veinte minutos. La cena terminó amargamente.
Me acordé de ti, señor Gobernador, porque deseé que no fueran tus hijos los aterrorizados ni los heridos; porque no fuera tu esposa la que estuviera impresionada por aquel estruendo. Me acordé de tu broma de campaña: “Daré mi vida por Nuevo León”. Me acordé de tu pasión por mantener una imagen pública impecable. Me acordé de tus caras fotografías, de tus desafortunadas declaraciones; de la inseguridad que impera desde el inicio de tu gobierno. Me acordé tanto de ti, créeme, pero con la impresión del granadazo, se me borró el casete. Sinceramente, señor Gobernador, esta noche tuve miedo. Por mí, por mi familia, por la tuya, por la de todos los ciudadanos. Sólo espero no ser Yo quién dé la vida por Nuevo León.

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