La Jornada
El Fondo de Cultura Económica publica, en el contexto de los festejos patrios, el libro Huellas del peregrino: vistas del México independiente y revolucionario, de Octavio Paz. Se trata de una edición y selección a cargo de Adolfo Castañón, con prólogo de Jean Meyer, de una serie de ensayos, artículos, textos y entrevistas con el premio Nobel de Literatura 1990, donde da a conocer sus vislumbres, atisbos y pareceres de los periodos históricos a los que alude el título, pero también sobre el mundo y el lugar del pensamiento y la crítica en su seno. Gracias a la generosidad de la señora Mari Jose Tramini de Paz, quien autorizó su publicación en La Jornada, presentamos este texto que escribió Octavio Paz cuando tenía 29 años de edad
Cuando yo era niño vivía en un pequeño pueblo de los alrededores de la ciudad de México. Mi casa estaba en una calle solitaria y abandonada; viejas casas, árboles, polvo, soledad... La calle desembocaba en una plaza demasiado grande para una iglesia diminuta, casi ahogada por los fresnos de áspera corteza que poblaban al atrio. Aquella plaza estaba siempre vacía, excepto los días de fiestas religiosas. En ocasiones, desde temprano, una banda tocaba melancólicas marchas que querían ser marciales; en torno a los músicos, chicos y grandes formaban un absorto círculo de comedores de cacahuates. Los grandes oían sin pestañear, durante todo el día, el reducido repertorio de los músicos, infatigablemente repetido. (¿Pero oían realmente aquellas estatuas de calzón blanco, faja colorada o negra y sombreros de petate, o la música sólo era un pretexto para quedarse quietos?) Por la noche la plaza se hacía más grande y la multitud más densa; hasta la iglesia crecía. Me parecía infinita aquella plaza anegada por la sombra; y la marea de la gente, yendo y viniendo, era como una espesa condensación de la sombra infinita.
En las torres las campanas tocaban. Minuto a minuto brotaban, no se sabía de dónde, serpientes voladoras, raudos cohetes que al llegar al corazón de la sombra se deshacían en un abanico de luces (parecen lágrimas, decían algunos niños atónitos). Los vendedores pregonaban sus dulces, frutas y refrescos. La multitud mugía tristemente; a veces se oían gritos, voces, pronto sepultadas en un rumor confuso. A media fiesta la iglesia resplandecía, bañada por la luz blanca, de otro mundo: eran los fuegos artificiales. Silbando apenas, giraban en el atrio las ruedas prodigiosas, primero lentamente, después con tal velocidad que parecían quietas rosas de fuego. Mientras giraban despedían chispas de todos colores. Al final la primera rueda adquiría un verde brillante, como toque de clarín; la segunda, blanco; y la tercera, se volvía de un rojo bizarro, más de sandía que de mamey. Un murmullo sacudía la noche. Y siempre, entre el rumor extático, había alguna voz, desgarrada, angustiosa, que gritaba: ¡Viva México, hijos de...!
La multitud respondía con un oleaje de penosa alegría. A los pocos minutos los brillantes colores de la bandera se quemaban en su propia luz, vueltos carbones y chirridos agónicos. La gente silbaba y era como si el infinito silbara, desde siglos. Y la banda tocaba alguna marcha de tiempos de don Porfirio.
¿A quiénes les decía ¡hijos de...! aquella convulsa voz popular? ¿Y quién era esa señora? Nunca lo supe. Primero pensé que se lo decían a los que allí se congregaban, pero cuando me dijeron que aquello era una injuria muy fea, deseché esa suposición. Más grande, en la primaria, cuando supe de gachupines, gringos y franceses, pensé que se trataba de una alusión histórica. Pronto me convencí de que también era absurda la atribución. Aquella frase no estaba dirigida a nadie y no poseía ninguna significación concreta. Si al principio quiso decir algo, ya todos habían olvidado su primitivo sentido. Se había convertido en algo mágico, inefable. En realidad era un grito en el vacío –y lanzado al vacío. A veces, sacrílegamente, he pensado que ese grito, allí, frente a la iglesia, madre de los hombres, era la respuesta nihilista de un pueblo desamparado. México era un país sin madre y, frente a la Madre Universal, el mexicano se proclamaba –o proclamaba a los que lo rodeaban– descendiente de una palabra vacía, hueca, inefable como la nada.
Cuando un español, más enamorado de la honra que del amor, insulta a otro, lo llama hijo de ramera. No hay un insulto más grave porque con él se ofrende lo más entrañable y prohibido del español. Eso se explica en un pueblo en donde la relación más importante es la de las madres y sus hijos y en países en donde el amor es una forma de la voluntad, más que un sentimiento del corazón. En México ocurre algo semejante, nada más que los mexicanos, en lugar de convertir a la madre en ramera, la substituyen por otra: la nada. Hijo... significa, sencillamente, ser hijo de cualquier cosa, menos de la mamá de cada quien. No es una casualidad que esa palabra se identifique a veces con un país del Oriente, el más remoto, desconocido y extravagante para el pueblo mexicano. Ya sé que hay también una razón eufónica, porque parece que la China contiene a la otra palabra, de un modo abreviado y como en cifra, pero en este caso creo que el parecido verbal sólo ha contribuido a fijarla en la imaginación popular.
¡Qué desamparado resulta, entonces, ese grito que oí de niño en un pueblo cualquiera! Pues en ese grito el mexicano se afirma, orgullosa y desesperadamente, como un hijo de la nada. Alude a su situación presente y a su turbia historia. Al gritar así, en el vacío de su alma y contra el inmenso vacío que lo rodea, expresa su voluntad de no ser.
México, 1943
Miscelánea I, en Obras Completas, tomo 13, pp. 341-342.
jueves, septiembre 16, 2010
¡Viva México, hijos...!
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