viernes, junio 25, 2010

Vidas Entrañables. Arnulfo Prado Rosas, 1950-1970



La imaginación es un barco que se atreve a desafiar las bravuras de los océanos. Quien toma el timón y zarpa hacia el horizonte es la encarnación de una de las esencias de

eso que llamamos nuestra humanidad. Un relato que me produjo desasosiegos, inquietudes y un supremo deleite fue el de la princesa Pocahontas y su amor, su terrible amor, John Smith. El relato forma parte de esa obra maestra escrita por Marcel Schwob, “Vidas imaginarias”. Se trata de la construcción de las biografías de personajes entrañables.

Hace pocos años, el artista del cinematógrafo, Terrence Malick, nos obsequió una joya deslumbrante, “El Nuevo Mundo”, película basada en la vida imaginaria de John Smith y Pocahontas. El hilo temático es el del amor como una fuerza terrible, y que puede llevar a las orillas de la muerte. El encuentro entre la princesa y el conquistador inglés estuvo teñido de sangre, de la expulsión de un pueblo originario, de un viaje que llevó a Pocahontas hasta la lejana isla donde vivía su John Smith.

Una intensa paleta con los colores de la emoción es la que logra transmitir Marcel Schwob con sus “Vidas imaginarias”. Confieso que me apego a ese modelo de escritura para hilar un tejido imaginario de vidas que pudieron haber florecido si sus personajes, unos seres humanos muy profundos, no se hubieran topado con las balas de un gobierno autoritario y corrupto, que tal era la vestimenta del régimen priísta. Se trata de recordar vidas entrañables.

Arnulfo Prado Rosas, “El Compa” (23 de mayo de 1950 – 23 de noviembre de 1970)

Hacia mediados de los años cincuenta, la ciudad de Guadalajara también conoció esa gran transformación social que fue el cambio de una sociedad rural hacia una sociedad predominantemente urbana. Desde el pozo de los tiempos, la mayor parte de los pobladores del planeta y de cada una de sus regiones, habían vivido en ambientes rurales y su lentísimo devenir, ese que el historiador Fernand Braudel llamó “la historia casi inmóvil, la historia de la larga duración”.

En nuestro país la Revolución Mexicana fue la gran partera del cambio hacia un país urbano, al proporcionar comunicaciones, la industrialización, servicios de salud, educación pública, y por encima de todo, un sistema político capaz de otorgar una paz social relativa, al precio de un presidencialismo autoritario, la subordinación de numerosas organizaciones sociales a través del PRI, y la franca represión abierta hacia las oposiciones políticas que deseaban mantener, ante todo, su independencia ante el Estado priísta mexicano.

En esas condiciones, a fines de los años cincuenta e inicios de la década de la rebeldía, la del sesenta, decenas de miles personas emigraban hacia las ciudades más grandes del país, dando lugar a la aparición de un enorme mar popular urbano, en donde sus jóvenes fueron adquiriendo un protagonismo social que antes habría sido impensable en una sociedad de impulsos patriarcales y autoritarios tan fuertes, como la mexicana.

San Andrés era uno de esos nuevos barrios de la ciudad de Guadalajara, por el sur-oriente, rumbo hacia San Pedro Tlaquepaque. Cientos de niños se hicieron adolescentes en los parques y en las esquinas del barrio de San Andrés. Hacia 1962, se cuenta que a algunos de estos chicos les impresionó una película de aventuras, “Los Vikingos”, en la cual aparecían con fuerza símbolos de la camaradería, de la defensa del territorio, del pulimiento de lo viril a través de confrontaciones colectivas ante los adversarios. Una voluntad de poder nietzscheana como ingrediente de una épica de grupo.

Pronto, los adolescentes y los jóvenes de San Andrés adoptaron “Los Vikingos” como su nombre de batalla, emulado a su vez, al cabo de poco tiempo, por los jóvenes de otros barrios populares de la capital jalisciense. Uno de los ingredientes más interesantes de este proceso de identidad social y juvenil, fue que “Los Vikingos” tuvieron la capacidad de organizarse, es decir, de no limitarse a ser una pandilla de barriada, porque se preocuparon por darse una cohesión grupal con estructuras de liderazgo, de representación por cuadras o por colonias. Y con esa inquietud por mantenerse organizados y por consolidar su identidad barrial, esos jóvenes fueron ingresando a las escuelas preparatorias y, después, a la Universidad de Guadalajara.

La vida de nuestro personaje, Arnulfo Prado Rosas, se había desarrollado con esos mismos hilos y la misma urdimbre de muchos otros jóvenes como él. Con la diferencia de que “El Negro” (uno de sus apodos, a causa del tono apiñonado de su piel) era poseedor de esa rara gracia personal que conocemos como carisma, cualidad muy brillante que fue reconocida pronto por sus amigos “Vikingos” de San Andrés. Un muchacho simpático, que se hacía querer, con facilidad de palabra y dotado con una claridad de pensamiento, además de preocuparse por las vicisitudes de la vida de sus amigos y compañeros. Un líder natural, como dirían de él tiempo más tarde.

“Vikingos” como Arnulfo eran una promesa para la vida. Formaba parte de esa camada de jóvenes deseosos de participar en la vida colectiva, sin estar animado por motivaciones materialistas, ni por las mezquindades del poder por el poder. Arnulfo “El Compa” (otro de sus apodos) era, por lo tanto, una promesa para su país. Sin embargo, enfrente se encontraba, precisamente, un sistema político que demostró estar hecho para acabar con la vida de muchachos, de promesas como Arnulfo Prado Rosas.

Para mediados de los sesenta, conforme los “Vikingos” ingresaban en preparatorias, escuelas y facultades univrsitarias, fueron logrando la conquista de las sociedades de alumnos en algunas escuelas preparatorias; quisieron por aquellos años de 1965 a 1967, integrarse en la Federación de Estudiantes de Guadalajara (FEG), el organismo que, a la sazón, controlaba la vida estudiantil y parte de la vida académica de la Máxima Casa de Estudios tapatía, la UdeG.

La FEG formaba parte de la estructura formal de poder, ya que por lo menos dos de sus integrantes tenían garantizada una diputación local y otra federal, a través del PRI. La FEG también se había sumado a la candidatura de Gustavo Díaz Ordaz, en el año de 1964, y organizó un evento para que su “amigo” Díaz Ordaz les dirigiera algunas palabras.

La FEG era una réplica estudiantil del régimen político mexicano: a los incondicionales y lamebotas del líder supremo, un personaje turbio llamado Carlos Ramírez Ladewig, se les premiaba con las presidencias y vocalías de las sociedades de alumnos; después, tras acabar la vida universitaria, esos entenados tenían como premio algún puesto burocrático de medio pelo. Y junto a esa estructura posibilitadora de complicidades y de ligas basadas en una abyecta política cortesana, la FEG poseía un rico capital de actividades rayanas en el gangsterismo: venta de lugares en las escuelas y de exámenes de admisión, exigencia de cuotas a cambio de protección, y ante todo, una intolerancia rabiosa ante estudiantes opositores.

Arnulfo Prado Rosas y sus compañeros los “Vikingos” pasaron por todos los pasillos de aquel escenario al mismo tiempo cortesano que gangsteril de la FEG. Los líderes de esta última les dijeron que era imposible su integración en la FEG a menos que renunciaran a sus propias estructuras organizativas, basadas en los barrios. Llegó el momento en que gente de Ramírez Ladewig (conocidos como “el Grupo”, es decir, el círculo íntimo de quien era entonces el líder vitalicio de la FEG, al modo de, guardadas las proporciones, Fidel Velázquez en la CTM) pretendió utilizar a grupos de “Vikingos” como grupos de golpeadores.

A algunos, muy pocos, dirigentes de los “Vikingos”, la FEG logró hacerlos renegar de su arraigo en los barrios mediante la táctica de la zanahoria, es decir, ofreciéndoles unos puestecitos por aquí o por allá. Y cuando la mayor parte de los “Vikingos” decidió conservar su identidad territorial con sus barrios de origen sin dejar de participar en la política estudiantel, la FEG les envió a sus hordas de golpeadores.

Esta profunda contradicción no sólo entre dos grupos de estudiantes, sino entre jóvenes de clases sociales y de identidades urbanas muy distintas, se hizo mucho más patente durante y poco después de los intensos meses de julio a octubre de 1968, el período del movimiento estudiantil y popular en la ciudad de México. Entonces, la FEG se transformó definitivamente en una organización porril, dedicada a hacerle el trabajo sucio al Estado mexicano.

El PRI, el gobierno de Jalisco y las autoridades de la UdeG les proporcionaron unos “vochos” que se convirtieron en símbolos del terror, ya que los “fegistas” viajaban armados, y dispuestos a agredir a cualquier grupito de estudiantes que mostrara simpatías con sus compañeros del IPN, la UNAM, Chapingo, entonces trenzados en conflicto abierto con el gobierno de Díaz Ordaz, el aliado de la FEG. Los líderes de esta organización llegaron al grado de hacer público su apoyo incondicional al “gobierno revolucionario y patriota” del ex presidente municipal de San Andrés Chalchicomula, el poblano Díaz Ordaz.

Por aquellos meses memorables, jóvenes como Arnulfo Prado Rosas proseguían con su aprendizaje político. Cada vez les parecía más claro que sus adversarios directos, los “fegistas”, formaban parte de un sistema político hecho de, por y para la corrupción y el autoritarismo, junto con el PRI, los gobiernos de los estados, las autoridades universitarias. Arnulfo fue de los muchachos que más pronto se dieron cuenta de que la FEG era apenas un becerrito salvaje cuyo progenitor era un verdadero paquidermo intolerante y sucio hasta la médula: el Estado mexicano y sus varias cabezas de la hidra. Poco a poco, Arnulfo fue simpatizando y acercándose con colectivos y grupos de estudiantes de la izquierda revolucionaria.

El joven del barrio de San Andrés se acercó al ejemplo de Ernesto Che Guevara (muerto en Bolivia apenas un año antes, en octubre de 1967), la Revolución Cubana, y las teorizaciones marxistas sobre la sociedad, la economía, el socialismo. Arnulfo, sus amigos los “Vikingos” y los estudiantes de izquierda, todos estos muchachos, por otra parte, tenían al mismo adversario, la Federación de Estudiantes de Guadalajara.

No fue raro, en consecuencia, que los “Vikingos” de los barrios iniciaran un proceso de acercamiento con jóvenes simpatizantes del socialismo, algunos de ellos integrados al Partido Comunista Mexicano. En principio, les interesaba a todos ellos deshacerse de la FEG y acabar con la serie de prácticas gangsteriles de los “fegos”. Sin embargo, algunos dirigentes como Arnulfo, ya tenían claro que el confrontar a la FEG iba a desencadenar, tarde o temprano, una confrontación abierta con el Estado.

Arnulfo, por esos meses, fue conocido con un tercer apodo, el de “El Che”, precisamente por su creciente apreciación de que los muchachos de los barrios populares y los estudiantes tenían que prepararse a conciencia para una lucha frontal contra el Estado mexicano, y tomar la estafeta de los revolucionarios de antaño, como Villa, Flores Magón, Zapata, a fin de acabar con un estado de cosas injusto y en su lugar, establecer la promesa del socialismo.

A causa de su creciente visibilidad como dirigente de barrio y de estudiantes, y de su notable concientización política, Arnulfo Prado Rosas, entre sus 19 y sus 20 años de edad, se convirtió en un “blanco” de ataque para los porros de la FEG y para los espías del gobierno.

En aquellos meses de enero a septiembre de 1970, donde el régimen de Díaz Ordaz estaba por acabar dando coletazos de bestia herida, Arnulfo y su novia Bertha Lilia Gutiérrez eran una de la parejas más estimadas por los jóvenes del barrio y de las escuelas. Los dos realizaban tareas de activismo estudiantil, con pintas, entregando propaganda, realizando asambleas, animando a los estudiantes a no temerle a los porros y gangsters de la FEG.

Aún dentro de la agitada vida de un dirigente estudiantil, de San Andrés y otras colonias populares, Arnulfo se daba tiempo para pasar con su novia Bertha algunos momentos de relajamiento y de amorosa compañía en las calles y en el parque de San Rafael, el centro de su barrio de San Andrés y en donde había conocido a sus amigos, El Clark, El Tenebras, El Borrego, Chuy, El Pocho, El Boni, El Villela, todos ellos, muchachos que apenas tres años más tarde se alzaron en armas contra el Estado.

En julio de 1970, Luis Echeverría Alvarez resultó presidente electo de México, cosa que alegró sobremanera a la parentela política del ex secretario de Gobernación de Díaz Ordaz: la familia Zuno de Guadalajara, clan del que procedía la esposa de Echeverría, María Esther Zuno. Esta familia tenía intereses en la Universidad de Guadalajara, que estaba entonces bajo el control de un grupo político confrontado con los Zuno. El brazo estudiantil y represor de ese grupo no era sino la gangsteril FEG, de manera que Andrés Zuno, hermano de María Esther y por consecuencia cuñado de Echeverría, se acercó con los Vikingos y con los jóvenes comunistas opuestos a la FEG. Andrés Zuno les aseguraba que contaba con el apoyo del presidente electo, y que Gustavo Díaz Ordaz, en esos los meses finales de su sangriento mandato, era menos que un cero a la izquierda. Pero la FEG no se iba a largar por las buenas. Había que darles con una acción radical para mostrar de qué lado estaba ahora la balanza del poder.

Los Vikingos de los barrios y algunos jóvenes del PCM aceptaron seguir la sugerencia de Andrés Zuno, de manera que se organizaron en el Frente Estudiantil Revolucionario (FER), con el objetivo inmediato de mandar al carajo a los fegistas y entonces proceder a una regeneración de la vida académica en la UdeG. El 23 de septiembre de 1970, muchachos del FER procedieron a expulsar de la Casa del Estudiante a los entenados de la FEG, entre quienes abundaban vagos, pandilleros, fósiles estudiantiles. Esta acción exitosa, desencadenó la furia de los fegistas.

Apenas seis días después de la toma de la Casa del Estudiante, Andrés Zuno había desaparecido de la escena, cuando su familia lo obligó a exiliarse de Guadalajara. Y es que la reacción de la FEG y de sus aliados en el gobierno fue violentísima. El 29 de ese mismo septiembre, Arnulfo y sus compañeros del FER recorrían distintas escuelas y campus de la UdeG para informar, proponer asambleas y organizar estudiantes.

De repente, en tres vehículos, salieron disparando miembros de la FEG, entre ellos su entonces presidente Fernando Medina Lúa. Los balazos fueron contestados por Arnulfo y sus compañeros, quienes no se habían hecho ilusiones de que los “fegistas” abandonarían por las buenas el escenario, pues de golpeadores, los del la FEG se habían convertido en un grupo de pistoleros y criminales que inclusive se dedicaban al robo de automóviles.

Fernando Medina Lúa no pudo huir, al ser alcanzado en el fuego cruzado. Los muchachos del FER, entre ellos Arnulfo Prado Rosas, decidieron llevar ellos mismos al presidente de sus adversarios hacia el hospital, “para que no digan que somos animales que dejan morir heridos”. Tras ellos, quedaron tres cuerpos caídos en la refriega, entre ellos, el de un humilde vendedor de cocos y helados. El propio Arnulfo había recibido un balazo en el pie.

Desde meses antes, Arnulfo les había dicho a sus compañeros que, a la larga, su confrontación con la FEG los llevaría a enfrentarse contra el Estado, pues los “fegistas” formaban parte integral de sus cuerpos de control estudiantil, ideológico, y de sus organizaciones represivas. Y les mencionaba que no debían sólo defenderse de esa próxima andanada represora, sino contestar con métodos revolucionarios. Con el ideal y el proyecto de terminar con un Estado corrupto, autoritario, y en su lugar, establecer un gobierno de izquierda, socialista.

No había de otra: cuando los “Vikingos” quisieron participar dentro de la FEG, los “fegos” los ningunearon y quisieron convertirlos en un grupo de porros. Cuando los muchachos del barrio pretendieron competir “a la buena” con los “fegos” participando en elecciones para las sociedades de alumnos, los “fegistas” los desprestigiaban y los mandaban golpear. Cuando los “Vikingos” de los barrios quisieron ingresar al PRI, los priístas los enviaron al carajo, diciendo que tenían que renunciar a su organización barrial. Y cuando habían querido explicar a la opinión pública los motivos de la toma de la Casa del Estudiante, el gobierno, todos los periódicos sin excepción, los políticos del PRI, los “fegos”, los jefes de la policía, los llamaron “fascinerosos”, “vagos”, “sediciosos”, “comunistas”, “malvivientes drogadictos”, “pandilleros”, a quienes había que llevar tras las rejas.

“Nos vamos a enfrentar contra todo el Estado, tenemos que prepararnos”, concluía Arnulfo. Su predicción se cumplió pocos días después. La policía había detenido con la rapidez de una ráfaga a alguno de los muchachos del FER. Arnulfo, su novia Bertha, El Clark, entre otros, estaban pasando poco a poco a la vida clandestina, pues los pistoleros de la FEG habían rociado de balas sus domicilios, y herido a balazos a otros de sus compañeros, sin que las autoridades hicieran nada. Fernando Media Lúa, mientras tanto, había perecido en el Hospital Militar de la ciudad de México, a donde fue llevado por instrucciones directas de Gustavo Díaz Ordaz. El cuerpo del presidente “fegista” fue traslado de ida y vuelta a Guadalajara ni más ni menos que en un avión especial de la Fuerza Aérea.

Efectivamente: todas las señales enviadas a propósito por el propio Gustavo Díaz Ordaz (faltaban dos meses y medio para que acabara aquel mandato teñido de sangre) apuntaban en una dirección unívoca, diáfana, mortal: los muchachos del FER habían osado tocar lo intocable, que era a uno de los aliados del Estado, la FEG, y habría que mostrarles las consecuencias de ese reto, tal y como se les mostró el 2 de octubre de 1968 a los estudiantes capitalinos.

El 23 de noviembre de 1970, faltando ocho días para que Díaz Ordaz pasara la banda presidencial a su eminencia gris, subordinado agachón, y recientemente parlanchín sucesor, Luis Echeverría, Arnulfo Prado Rosas y tres de sus compañeros se arriesgaron a salir a la calle. La FEG y algunos pistoleros habían dicho que se cobrarían ojo por ojo la muerte de Medina Lúa. Los cuatro jóvenes del FER iban armados con rifles y pistolas en dirección a una junta para planear los pasos a seguir en ese escenario de represión, y lo que podría cambiar cuando tomara posesión Echeverría, el cuñado de su aliado Andrés Zuno.

Arnulfo Prado Rosas iba muy pensativo durante el viaje en auto. Era muy probable que estuviera reflexionando en lo que se iba a venir encima para él y para sus compañeros. “Nosotros somos quienes tenemos que retomar la lucha revolucionaria que otras represiones violentas interrumpieron cuando los asesinatos de Zapata, los Flores Magón, Villa. Ya no es sólo ir a pintas ni a volanteos y arriesgarte a lo bruto a que te encarcelen o te agarren a tiros. La cosa es irnos organizando muy bien para esa lucha revolucionaria”, decía Arnulfo en las reuniones con sus camaradas de años, los “Vikingos” del barrio bravo de San Andrés, y sus nuevos amigos de las Juventudes Comunistas. Todos admiraban su lucidez, su fuerte simpatía y arrastre entre los muchachos de los barrios populares y de las escuelas.

“Todo un líder natural”, decían los militantes del Partido Comunista, admirando el “pegue” de Arnulfo entre los jóvenes. “Un cuadro revolucionario de excepción”, manifestaban otros.

La identidad de Arnulfo con los barrios era una de las situaciones que le permitían no cejar, no arredrarse ni rajarse ante la avalancha que se les venía encima. El no sentirse solo, el no sentir el peso de la soledad cuando unos gangsters sin alma le han puesto precio a tu vida, ese sentirse como una célula de un cuerpo más grandioso, más bello en sus acciones cuando logra despertar del letargo producto del miedo y de la inconciencia social. El dar la vida y sacrificarla en esa lucha contra las injusticias. Como Emiliano, como Ricardo, como Ernesto, como Doroteo. “Le brillaron los ojos cuando le preguntamos por Bertha, su novia”, dicen sus acompañantes en ese viaje del 23 de noviembre de 1970.

Pasaba el mediodía cuando Arnulfo Prado Rosas y dos de sus jóvenes amigos descienden del automóvil. El cuarto de ellos se queda en el vehículo para hacerles guardia y vigilar la calle, pues hay enemigos por dondequiera y que han jurado asesinarlos.

De repente un grupo de seis o siete individuos salen de la nada y van corriendo directo sobre Arnulfo. Uno de ellos lo toma del cuello, por la espalda y logra inmovilizarlo. Los compañeros de Arnulfo escapan y sacan sus armas, un par de rifles M-1. Gritan al pistolero que deje ir a Arnulfo o lo tundirán a balazos. El sicario da pasos hacia atrás, y suelta dos, tres tiros.

Huye del lugar.

Arnulfo está tirado en el suelo, agonizando.

Sus compañeros lo reconfortan y le dan palabras de aliento, para que resista.

Inútil.

Pocas horas después, a los veinte años y seis meses de edad, fallece el joven Arnulfo Prado Rosas, “El Negro”, “El Che”,”El Compa”.

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“Frente al cadáver de “El Compa”, lloramos, le prometimos que no descansaríamos hasta lograr el esclarecimiento de su muerte, pero ante todo adquirimos conciencia de lucha, o dicho de otra manera: ¡crecimos”, dice Rosa María González, ex guerrillera e integrante del Frente Estudiantil Revolucionario en la década de los setenta.

La muerte de Arnulfo es una de las miles que quedaron impunes. Nunca se hizo ninguna investigación. En cambio, los jóvenes del Frente Estudiantil Revolucionario reaccionaron siguiendo la consigna del ojo por ojo, y días después del entierro de Arnulfo, mataron a tres personajes relacionados con el asesinato de “El Compa”.

Se inició así una espiral de ajustes de cuentas y de venganzas entre el FER y la FEG, la organización que nunca dejó de contar con el apoyo del nuevo presidente, Luis Echeverría.
El entierro de Arnulfo Prado Rosas fue muy emotivo. Acudieron decenas de muchachos de los barrios y de las escuelas. Sus amigos de infancia y compañeros de lucha. Sabían que el gobierno no haría nada para detener a los perpetradores del asesinato de su entrañable “El Che Compa”.

Los más lúcidos convencieron a los demás de que no se trataba de desatar represalias mortales ni venganzas ciegas, sino de seguirse preparando a una lucha de carácter revolucionario. Es lo que afirmaba Arnulfo Prado Rosas en los últimos meses de su vida.

La muerte de Arnulfo fue una enorme catarsis social. Lo que se vivió en los barrios y en las escuelas tapatías no fue sólo una sensación de impotencia, sino de un coraje que fue canalizado por las vías de la radicalización ideológica y política. Durante su entierro, se plantó de manera más clara y como obligación moral, la idea de alzarse en armas contra un sistema político diseñado para matar a personas como su querido “Compa” Arnulfo.

Los muchachos del Frente Estudiantil Revolucionario fueron pasando poco a poco a la vida clandestina, pero siempre cobijados por los barrios populares de donde provenían. Dejaron de interesarse en luchar contra la FEG, y en cambio se propusieron transitar el camino que Arnulfo les había comentado: tomar la estafeta de los revolucionarios de antaño, y acabar con un sistema profundamente injusto y autoritario.

Decenas de muchachas y de muchachos de los barrios integraron así, tres años más tarde, el 15 de mayo de 1973, la Liga Comunista 23 de Septiembre, junto con otros grupos que decidieron alzarse en armas contra el Estado.

Se trata de un capítulo de la historia contemporánea de nuestro país que merece la pena ir descubriendo, y no dejarla en el olvido deliberado, como si se tratara de sucesos que jamás ocurrieron.
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A la memoria de los jóvenes mexicanos caídos durante los acontecimientos del 2 de octubre de 1968, el 23 de noviembre de 1970 y el Jueves de Corpus de 1971.


Saludos.

José Antonio Trujeque



http://www.jornada.unam.mx/2003/12/07/mas-laura.html

http://www.cimacnoticias.com/site/07110701-Berta-y-Rosa-histo.30962.0.html

http://laguerrillaenguadalajara.blogspot.com/2008_07_01_archive.html

Homenaje a los miembros del FER

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