jueves, julio 17, 2008
La Clínica San Carlos en Norogachi
Arnoldo Kraus
Desfuerzado es la palabra que más repetían los enfermos, tanto mestizos como rarámuris, que acudían a atenderse a la Clínica San Carlos en el muy pequeño poblado de Norogachi –ciudad de los cerros redondos. Ya sea en castellano, o en raráramuri, de acuerdo con la traductora que fungía de vínculo y enfermera, desfuerzado fue, sobre todo en los tarahumaras, el malestar más frecuente. Cansancio, enfermedad, agobio, imposibilidad para entender lo que sucede en el cuerpo, padecimientos crónicos, escasez y miseria son, entre otros, algunos de los significados de la vivencia desfuerzado(a).
La Clínica San Carlos, a pesar del admirable esfuerzo de las monjas-doctoras, Leonor y Angélica, y del magnífico equipo de enfermería constituido por monjas también mostraba signos de desfuerzamiento. Falta o ausencia de recursos médicos, de elementos mínimos de laboratorio, de aparato de rayos X y de medicamentos esenciales imposibilitan el buen ejercicio de la medicina y limitan los resultados de los esfuerzos diagnósticos y terapéuticos. Ante esa miríada de elementos negativos, aunado a la lacerante e intolerable injusticia social que golpea sin piedad a la población rarámuri, resalta la gallardía y la bonhomía de todas las personas que de una u otra forma dan vida a la clínica, donde confluyen la labor de las monjas-doctoras con el invaluable y admirable apoyo del grupo extramuros que la sostiene.
Norogachi es un enclave mestizo en la sorprendente sierra Tarahumara. Clínica San Carlos es un pequeño sanatorio que dignifica el valor de la medicina y ofrece atención médica a quien lo solicite. Para la población tarahumara vecina a Norogachi, Clínica San Carlos, amén de ser la única opción para atender sus enfermedades, es un refugio invaluable. Ahí se escucha, se palpan cuerpo y alma, se alimenta, se hospitaliza cuando la enfermedad lo amerita y se tiene la posibilidad de dejar el hogar por algunos días; en otras ocasiones, se alberga a la persona enferma o hambrienta cuando son demasiadas las horas que tienen que caminar de regreso a su hogar.
Si hubiese que resumir en una palabra lo que sucede dentro de las paredes de la clínica, ésta sería atención. Ahí se atiende: se mira por las personas, por su cuerpo, por su entorno; se tiene en cuenta quién es él que acude y qué es lo que sucede en su hábitat; se acogen quejas y se penetran los periplos escondidos detrás del malestar; se respeta y se obsequia calidez; se escucha; se lee la vida de los otros. Se asiste y se traspasa lo cotidiano para comprender lo que sucede en el entorno social y humano de la población rarámuri.
Traspasar las puertas de la clínica es obligatorio: la injusticia y la miseria aguardan afuera, en las comunidades. En ellas, a pesar de inenarrables adversidades, el patronato de Clínica San Carlos abre dispensarios, se preocupa por la alimentación y perfora pozos para que algunas comunidades rarámuris tengan, por primera vez, agua potable, si no en el hogar, al menos en el centro de la congregación. Agua para que dejen de beber del mismo sitio animales y humanos. Agua para que las personas sean personas.
Agua para nunca dejar de recordar, que no ha habido presidente en la historia de México que no se haya vanagloriado, dentro de sus costales de discursos ahítos por haber llevado el vital líquido hasta los lugares más recónditos de la República. Agua que brotó del pozo por primera vez hace apenas 10 días en Rajochiqui. Quienes edifican la clínica traspasan la vida: las lágrimas del equipo San Carlos cuando “se inauguró” el pozo de agua –con el alma, sin listones, sin prensa, sin Fox, sin Calderón– fueron un sentido homenaje a la vida. Homenaje similar fue mirar y apoderarse de los indescriptibles guiños que oscilaban entre la sorpresa y la incredulidad, de los cinco niños rarámuris, mientras presenciaban los malabarismos que con pelotas ejecutaba Gabriel Kraus, mi compañero de viaje.
En la sierra Tarahumara, ineludiblemente, las incongruencias traspasan la conciencia. El entorno de Rajochiqui, al menos en esta época del año, es imponente: el cielo azul, el verdor de la pradera, el gris de las piedras, el blanco de las nubes y los colores que emanan del sol contrastan con la indigerible miseria de los hogares tarahumaras. Las casas son de madera, aproximadamente de 20 metros: el mobiliario lo constituyen una estufa, que funciona con leña, una banca, una grabadora de pilas y el piso de tierra donde viven y pernoctan ocho o más personas de una o dos familias. Los colores de la casa son los grises de las ausencias; son los grises que hermanan a gobernadores, políticos, presidentes y el resto de los ausentes. Sólo en países tan injustos como México, donde la ralea política sigue ufanándose de sus logros, es posible asombrarse y enardecerse al unísono: demasiada belleza natural, lacerante miseria humana.
La ética como antídoto para paliar esa terrible enfermedad del abandono es la que ejerce la familia que da vida a Clínica San Carlos, unos dentro de sus paredes; otros, fuera de ellas. La desfuerza como enfermedad de algunas de las historias que junto con Gabriel escuché rebasan los límites de este espacio. Buen pretexto para regresar la próxima semana a Norogachi por medio de estas páginas. Buen pretexto para repasar la desfuerza moral de la clase política mexicana.
Para Gabriel Kraus. Con quien tuve la suerte de compartir pacientes, un mucho de vida y estetoscopio.
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