Al cumplirse el 14 de junio el 80 aniversario de Che Guevara asombra la actualidad que cobran su pensamiento y práctica revolucionarios ante la ola creciente de estampidos que truenan los ejes de la civilización capitalista.
Quien devendría uno de los grandes símbolos universales de la rebeldía y la revolución vio la luz por primera vez en vísperas de la Gran Depresión de 1929, que daría el tiro de gracia al capitalismo en su versión liberal. Entonces pareció a sus ideólogos y estadistas que aquel sistema anárquico y derrochador por naturaleza no tenía salvación posible, y, de hecho, cuando pudo atisbar una salida a la crisis, en Alemania, fue gracias a una fusión sin precedente del Estado, el capital financiero internacional, las grandes corporaciones y el aparato ideológico y cultural; alimentado como nunca por la industria bélica y el afán de conquista, la represión de los trabajadores y la conculcación de sus derechos, la inflamación sin límite del racismo y la xenofobia, que empujaron a la humanidad a la mayor matanza conocida en su historia. El nazismo resultó lo opuesto a las ideas de progreso ininterrumpido y libre empresa proclamadas por la burguesía dieciochesca y la prefiguración de los rasgos esenciales del capitalismo realmente existente en nuestros días.
El curso de la historia pudo ser otro si en lugar de ese desenlace hubiera triunfado la revolución socialista en Europa occidental, pero graves errores del movimiento revolucionario lo impidieron al advenir el estalinismo. Ergo, la parálisis del pensamiento crítico en el país de los soviets –que había ahogado el debate y congelado la teoría, elevándola a dogma de fe–, la alternancia del sectarismo y el oportunismo en la conducta de la Internacional Comunista, la cancelación en aras de lo coyuntural del carácter internacional de la revolución y su correlato en la solidaridad entre los explotados del mundo, la asunción de la irracionalidad productivista, las contemplaciones con el fascismo, la sobrestimación supersticiosa de las reales o supuestas leyes objetivas y la subestimación de la subjetividad humana como palanca decisiva de las trasformaciones sociales.
Che, que definió a la revolución cubana como rebelión contra las oligarquías y los dogmas revolucionarios, concedió singular trascendencia al estudio de la teoría revolucionaria en sus fuentes originales y su enriquecimiento permanente contrastándola con el análisis crítico de la propia experiencia y de la realidad objeto de transformación, la generación de una nueva conciencia socialista y comunista a partir de la práctica revolucionaria, la voluntad indomable de lucha con el mayor apego a los principios y el ejercicio sin cortapisa del internacionalismo como requisitos indispensables tanto del derrocamiento del capitalismo y el ascenso del pueblo al poder político cuanto de la construcción de la nueva sociedad.
Junto a Fidel pavimentó en su práctica como uno de los líderes de la revolución cubana y en el estudio de las experiencias previas el camino hacia la elaboración de una verdadera teoría de la construcción socialista, casi inexistente cuando Cuba abrazó esa aspiración. La autotrasformación del ser humano en “hombre nuevo” como objetivo central del socialismo es probablemente la más valiosa de las contribuciones de estos dos gigantes. Ajeno al eurocentrismo y dedicado estudioso de la realidad, la historia y el pensamiento latinoamericano y tercermundista, comprendió la enorme responsabilidad que recaía en los revolucionarios de nuestra América en la lucha antimperialista, pues como ninguna otra parte del mundo era lacerada por la hegemonía de Estados Unidos –cabecilla y gendarme del sistema mundial de explotación y saqueo– y, no obstante su diversidad, contaba con elementos únicos de historia y cultura común que facilitaban su unidad.
Che es savia nutricia de los cambios actuales en América Latina y los que se gestan en otras latitudes.
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