Ángel Guerra Cabrera/II y última
Los cobardes disparos que en la humilde escuelita boliviana de La Higuera segaron la vida del protagonista de una de las más grandes gestas épicas americanas hicieron nacer un símbolo, un paradigma moral y un icono que ha dado la vuelta al mundo y crecido, indetenible, en el imaginario de millones. No pasaron más que unos meses y ya eran enarbolados en la rebelión estudiantil y juvenil de honda impronta que surcó el planeta en 1968. En el propio corazón del imperio fueron banderas de memorables luchas por los derechos de los negros, contra la guerra de Vietnam y en solidaridad con los pueblos del tercer mundo. Motivaron a los combatientes vietnamitas, sandinistas, salvadoreños, palestinos, de las colonias portuguesas y a cuantos desde entonces han bregado por la libertad. Se alzan hoy en frontal desafío a la enajenación impuesta por la cultura dominante, sustentados como están en la congruencia en Che entre pensamiento y acción, que contrasta con la indigencia ética e intelectual de las clases poseedoras y quienes les sirven en los cargos públicos o con la pluma. Refuerza su expansión y certeza el acelerado y multifacético resquebrajamiento del sistema capitalista, que deja como única opción el socialismo, no sólo para la supervivencia de la humanidad, sino para que alcance la realización plena inherente a sus más nobles aspiraciones.
Un ilustre latinoamericano proclamó que en estas tierras el socialismo sería “creación heroica, ni calco ni copia”, inspirado en el comunalismo de nuestros habitantes originarios y, como enseña Cuba –cabría añadir–, arraigado también en la posterior hermandad de lucha y la cultura mestiza de sus pueblos.
Che, que como Mariátegui era creativo y original por antonomasia, vive hoy en las múltiples rebeldías de la Tierra y muy especialmente en las que sobre sus huellas brotan palmo a palmo en nuestra América. Con todo y que ésta ha sido una región pródiga en luchas populares, nunca se le vio levantarse como hoy contra la nuevas y viejas formas de dominación imperialista. Allí vibra Che, quien conceptuaba indispensable la ruptura de ese yugo en concierto continental para avanzar hacia la liberación nacional y el socialismo.
Si como imponían las circunstancias cuando marchó a Bolivia la forma principal de lucha en América Latina era la armada, mientras hoy es la política, ello no altera sus objetivos estratégicos, que, por cierto, siguen siendo en esencia los mismos. Che recomendó “utilizar hasta el último minuto la posibilidad de la lucha legal” y, aunque conservaría sus armas engrasadas ante la perenne amenaza del norte, en las nuevas condiciones de nuestra región sería decidido impulsor de la batalla que por aquella vía libran contra el neoliberalismo indígenas, trabajadores, desempleados, campesinos, mujeres, estudiantes y del ascenso de sus líderes al gobierno mediante el sufragio. Apoyaría con todas sus fuerzas la revolución bolivariana y a Hugo Chávez, haría suya la revolución democrática y cultural de Evo Morales, la ciudadana de Rafael Correa, simpatizaría con el cura Lugo y sería solidario con las actitudes de los gobernantes latinoamericanos que con diversa intensidad y compromiso se alejan de los dictados de Washington y procuran la unidad e integración de América Latina. Continuaría abogando por la unidad de los revolucionarios y las fuerzas populares –que consideraba clave para la victoria– por sobre las naturales diferencias secundarias.
Hijo de la revolución cubana, fue en su seno, en fraterna relación con el pueblo y Fidel, donde despuntó como gran jefe revolucionario y culminó la escultura en sí mismo “con delectación de artista” de las cualidades excepcionales de ser humano que lo acompañaron hasta el último suspiro de sus “pulmones cansados”. ¡Qué hombre tan grande y tan completo! Desde su sitial en la historia siempre nos recordará que “al imperialismo no se le puede conceder ni un tantito así”.