¡No está aquí ha resucitado! (Mt 28.6)
UN VIACRUCIS E INMENSO SEPULCRO
La tragedia humanitaria que estamos viviendo en el noreste de México, que salvas sus peculiares características, no dista mucho de lo que se vive en el resto del país, no puede pasarnos desapercibida; hoy varios territorios de nuestros estados fronterizos se han convertido en ruta de la muerte, en el actual Vía Crucis donde los secuestros, ejecuciones y el desplazamiento forzado, son una realidad inobjetable, donde las desapariciones forzadas son ya incontables, donde las y los migrantes valen lo que su familiar puede pagar por su rescate. Donde los dueños de algunas empresas prefieren convertirse en cómplices por la muerte de gente inocente, antes que asumir los costos del pago de seguros de vida o arriesgarse a disminuir sus ganancias.
Al noreste mexicano lo han convertido en un inmenso sepulcro, donde ilegítimamente se puede mandar sellar “legalmente” la mina de Pasta de Conchos, así como enterrar en fosas clandestinas a cientos de personas. La impunidad, la injusticia y la negación de todos los derechos humanos es la ley que rige.
Este es el crudo panorama ante el que recibimos en este año las celebraciones de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo. Sin embargo, sabemos con certeza que Él, que prometió que estaría con nosotros y nosotras hasta el fin del mundo (Cf. Mt 28,20), no está ausente de tanto dolor, de tanto sufrimiento, de tantas lágrimas y lamentos, pues también nos aseguró que Él estaría presente, personalmente, en todos aquellos, en todas aquellas que son víctimas de cualquier sufrimiento y opresión.
Pero como llevamos muy en lo hondo de nuestras conciencias que lo que hagamos por el que sufre a Él lo hacemos, y lo que le neguemos de ayuda, a Él se lo negamos (Cf. Mt 25,31-46), queremos buscar en su Palabra la luz que ilumine nuestra mente y fortalezca nuestras voluntades, para descubrir los signos de su presencia entre nosotros y nosotras, y movernos en su nombre en colaboración con personas y grupos de buena voluntad, a corregir el rumbo de nuestra historia en estos momentos.
LA PASCUA DE CRISTO HACE PASAR A LA HUMANIDAD DE LA MUERTE DEL PECADO A LA VIDA EN DIOS
Jesús categóricamente dijo al fariseo Nicodemo, miembro del Sanedrín de los Judíos que lo fue a visitar de noche, según lo transmite el evangelio de San Juan, que: “tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”.
En estas palabras reconocemos la decisión irrevocable que emerge desde lo más profundo del corazón de Dios de rescatar a la humanidad de la destrucción a la que la sometió el pecado, con un modo de vivir que la conduce al fracaso. Se llama “pecado” a las acciones humanas que realizamos con criterios totalmente contrarios a los designios Dios, acciones que nos conducen a cometer todo tipo de injusticias y atropellos contra nuestras y nuestros semejantes, y a ejercitar todo género de violencia contra personas, familias y pueblos, que deja tras de sí tristeza, desolación y muerte.
Dios, por medio de su Hijo Jesucristo, nos rescata del modelo de vida equivocado al que nos lleva el pecado, como lo dijo Él mismo a Nicodemo durante el diálogo que sostuvieron los dos aquella noche en que el fariseo lo visitó a escondidas de los demás miembros del Sanedrín. En efecto, Jesús le dijo: "En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios", a lo que Nicodemo replicó: "¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?". Jesús le respondió: "En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu. No te asombres de que te haya dicho: Tienen que nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu." (Jn 3, 3-8)
Cristo estaba hablando de un nuevo nacimiento, del surgimiento de un nuevo orden de cosas que San Pablo entendió muy bien cuando dice: “el que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo. Y todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo” (2 Cor 5,17-18). Cuando Jesús ante Nicodemo hace referencia al nuevo nacimiento “de agua y de Espíritu”, está hablando del bautismo, por eso San Pablo en su Carta a los Romanos, explica el bautismo de la siguiente manera: “¿O es que ignoran que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con Él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si hemos sido hechos una misma cosa con Él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante; sabiendo que nuestro hombre viejo fue crucificado con Él, a fin de que fuera destruido este cuerpo de pecado y cesáramos de ser esclavos del pecado. Pues el que está muerto, queda liberado del pecado. Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la muerte no tiene ya señorío sobre Él. Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios. Así también ustedes, considérense como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús.” (Rm 6,3-11).
San Pablo se refiere a que por medio del bautismo nosotros somos integrados a la Pascua de Jesús, es decir, al misterio de su muerte y resurrección; pasamos de la dinámica de la muerte en la que nos introduce el pecado, a vivir ya desde esta tierra una vida que nunca terminará (porque es eterna), que es la vida en Dios. Las obras caducas a las que nos había arrastrado el pecado, que concluyen en la destrucción de personas y de pueblos enteros, son dejadas atrás para dar paso a un orden nuevo de cosas, a cuyo desarrollo nosotras y nosotros debemos colaborar, esto lo afirma San Pablo en la continuación del párrafo de su carta, al que nos hemos referido antes: “No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal de modo que obedezcan a sus apetencias. Ni hagan ya de sus miembros armas de injusticia al servicio del pecado; sino más bien ofrézcanse ustedes mismos a Dios como muertos retornados a la vida; y sus miembros, como armas de justicia al servicio de Dios” (Rm 6,12-13).
El pecado hace de nosotros y nosotras servidores y servidoras de una cultura de muerte, Jesucristo con su muerte y resurrección, nos rescata para ponernos al servicio de la vida y todo aquello que la hace florecer en cada persona, en cada familia y en cada pueblo.
LA RESUCCIÓN DE JESUCRISTO NOS ABRE EL CAMINO A LA LUZ La celebración de la Vigilia Pascual, que la Iglesia realiza por la noche del sábado santo y termina la madrugada del Domingo de Pascua, es la gran solemnidad anual de la Resurrección de Cristo. Dicha liturgia se inicia con la bendición del Fuego Nuevo, donde se enciende el Cirio Pascual, que representa en las fiestas de pascua a Cristo Resucitado. El ministro que introduce en el templo el Cirio Pascual encendido, mientras recorre la nave del templo, tres veces levanta el Cirio encendido y proclama cantando: “¡CRISTO LUZ DEL MUNDO!” y el pueblo responde cantando también: “¡Demos gracias a Dios!”. A continuación, el mismo ministro que cargó el Cirio, proclama el Pregón Pascual –que es un anuncio solemne de la Resurrección de Cristo- cuyo contenido inicia con estas palabras:
“Alégrense por fin los coros de los ángeles,
alégrense las jerarquías del cielo,
Y por la victoria de rey tan poderoso,
Que las trompetas anuncien la salvación.
“Goce también la tierra inundada de tanta claridad,
y que, radiante con el fulgor del rey eterno,
se sienta libre de la tiniebla que cubría el orbe entero.
“Alégrese también nuestra Madre la Iglesia
revestida de luz tan brillante;
resuene este templo con las aclamaciones del pueblo”.
Se trata, pues, de una fiesta en la que la Iglesia proclama al orbe entero que con Cristo resucitado la tierra ha sido inundada por la luz divina, que ha disipado las tinieblas del error con el que el pecado la tenía cubierta.
La luz que se proyecta con la venida del Hijo de Dios al mundo para vivir en medio de nosotros y nosotras (Cf. Jn 1,14), es una característica que enfatiza el Evangelio de San Juan, cuando anuncia que Aquél que es la Palabra (de Dios), Jesús, vino al mundo, trayendo consigo la luz para todos los hombres y todas las mujeres que lo aceptan (Cf. Jn 1, 4-5.7-12). Este mismo Evangelio transmite que durante su vida en el mundo, Jesús declaró que mientras estuviera entre nosotros y nosotras, tenía que realizar las obras que iluminarán el sentido de nuestra existencia, y debía enseñarnos con su palabra todo aquello que nos lleva a vivir a la luz de la verdad que viene de Dios (Cf. Jn 3,21; 8,12.31; 9,4-5; 10,38 11,9).
Conducir nuestra vida a la luz de su palabra nos lleva a nosotros mismos y nosotras mismas a ser luz del mundo (Cf. Mt 5, 14). Y no solamente proyectamos esta luz individualmente (Cf. Mt 5,15), sino también comunitariamente, como un pueblo organizado a la luz de su palabra (Cf 5,14; Jn 13, 34); por el modo como los discípulos de Jesús nos relacionemos y tratemos a los demás, conocerá el mundo que somos seguidores suyos (Cf. 13,35).
Los Evangelios y los demás escritos de los apóstoles o sus discípulos inmediatos, como es el caso del Libro de los Hechos de los Apóstoles, cuyo autor es San Lucas, discípulo de San Pablo, nos enseñan que a partir de la muerte y la resurrección de Jesús, tras el descontrol que vivieron al verlo crucificado, la vida de sus discípulos y discípulas cambió radicalmente (Cf. Jn 20,11- 29; 21,4-14; Lc 24,13-35.36-41; Mt 28,9-10.16-20; Hch 4,5-22). El caso de San Pablo es uno de los más significativos en el cambio de su vida, como resultado de su encuentro con Jesucristo resucitado; él, en su carta a los Gálatas, transmite su testimonio de esta experiencia (Cf. Gal 1,11-24). El libro de los Hechos de los Apóstoles hace un recuento pormenorizado del encuentro de Pablo con Jesús resucitado a las puertas de la ciudad de Damasco (Cf. Hch 9,1-19). Esta experiencia del resucitado acompañó desde un principio la fe de la Iglesia y sigue siendo hasta el día de hoy el fundamento clave de su vida y de su predicación. A propósito San Pablo llega a decir: “Si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo resucitó, y si no resucitó Cristo, nuestra predicación es vana y vana también la fe de ustedes… siguen en sus pecados… Si nuestra esperanza en Cristo se limita sólo a esta vida, ¡somos las personas más dignas de compasión!” (1 Cor 15,13.17-18).
JESÚS RESUCITADO NOS FORTALECE EN EL CAMINO HACIA LA JUSTICIA Y LA PAZNuestro Señor Jesucristo dijo claramente a los apóstoles que sin su salida de este mundo a través de la manera dolorosa como se verificaría, no sería enviado el Espíritu Santo (Cf. Jn 16,7). Después de su resurrección hizo patente que la primera consecuencia en favor de sus discípulos y del mundo entero, de su muerte y resurrección fue el don del Espíritu Santo (Cf. Jn 20, 22-23; Lc 24,49; Hch 1,8); así lo empezaron a anunciar los apóstoles a partir del día de Pentecostés (Cf. Hch 2,22-33). Gracias a la presencia del Espíritu Santo en nosotros, como lo anunció Jesús a sus discípulos, entendemos las enseñanzas de Él para aplicarlas en nuestra historia individual y social, en nuestra existencia como personas, pero también como grupos sociales que vivimos en determinados épocas de la historia, en diversas regiones y culturas (Cf. Jn 16,12-15 ). A quienes creemos en Jesús nos corresponde ser luz del mundo, para que los y las demás, viendo nuestras buenas obras, den gloria a Dios, que es Padre de todos y todas quienes componemos la familia humana (Cf. Mt 5,14-16).
La pascua de Jesús proyecta sobre el mundo entero una luz poderosa que se difunde por medio del evangelio, por eso a los hombres y las mujeres que lo seguimos, nos corresponde asumir las opciones que Él tomó en el tiempo histórico que pasó entre nosotros, como lo afirma Aparecida, el Documento Conclusivo de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y Caribeño, cuando dice que el discípulo de Jesús “se forma para asumir su mismo estilo de vida y sus mismas motivaciones (cf. Lc 6, 40b), correr su misma suerte y hacerse cargo de su misión de hacer nuevas todas las cosas” (n. 131).
Veamos al menos furtivamente, algunas de las motivaciones que conforman el estilo de vida que Jesús asumió mientras vivió en su condición mortal, y que son la base para que el día de hoy nosotros y nosotras, sus discípulos y discípulas, trabajemos por la construcción del mundo según la novedad que Jesús le imprime a la historia: Para Jesús los más importantes no son los que aplastan y esclavizan a los demás, valiéndose del poder que han adquirido, sino los que se hacen servidores de sus semejantes, los que se preocupan por el prójimo, poniendo especial énfasis en atender a los más pequeños, los más expuestos, quienes están en mayor riesgo, los que son considerados como los más insignificantes de este mundo, los que no cuentan, los excluidos de la tierra (Cf. Mc 10,41-45; Lc 4,16-21; Mt 25,31-40).
Jesús enseñó que todos los hombres y las mujeres tenemos la misma dignidad, que el único grande es Dios y todos nosotros, todas nosotras, somos hermanos y hermanas; por lo tanto, todos tenemos los mismos derechos en esta tierra y las mismas obligaciones de servir a Dios en nuestro prójimo; esa dignidad no depende de si somos hombres o mujeres, si somos judíos o de cualquier nacionalidad, si pertenecemos a una raza o a otra, ni tampoco, si somos de una religión u otra, ni de una determinada condición social (Cf. Mt 23, 8-10; Mc 11,15-17; Is 56,7; Lc 7,37-48; 10,30-37; 21,1-4; 14,12-14).
Jesús fue partidario de una sociedad incluyente, no elitista ni de perfectos (Mt 9,9-13; Mt. 19,13-15; Lc 15,11-31; 19,1-10). Fue muy clara su predilección por los pobres del mundo y su opción por ellos, porque es la opción del Padre, y junto con ello, manifestó su firme decisión por la justicia (Cf. Mt 11,25-26; 25, 31-40; Lc 1,46-55; 4, 16-21; 18,18-27), y por la equitativa distribución de los bienes de la tierra (Lc 6,20-21; 12,16-21; 16,19-31; Mt 19,16-26). No aceptó la discriminación (Jn 4,1-26; 8,1-11; 9,1-39; Mt 8.1-4; Lc 17,11-19).
¡NO ESTÁ AQUÍ, HA RESUCITADO! (Mt 28, 6)Constatamos en la vida de nuestro pueblo la acción potente de Jesús Resucitado, que con su luz rompe las tinieblas en las que se ha intentado atraparlo por medio del terror; hay mujeres y hombres que con temor, pero sobre todo con dignidad, decidieron levantarse, salir al encuentro de la Esperanza, a buscar a quien dieron por desaparecido o por muerto o por muerta.
Así como María Magdalena fue la primera mujer que corrió a compartir la noticia de que Jesús estaba vivo, que la muerte no lo había vencido; con su valor y convicción convocó a más mujeres y hombres a salir de su dolor y caminar hacia el encuentro de la Vida y de la Esperanza. Miles de mujeres y hombres viven hoy lo mismo que ella vivió al no encontrar a su amado (Cf. Jn 20, 11-18).
Cuántas madres corren hoy por los pasillos del Ministerio Público en la búsqueda de sus hijos, corren a los lugares donde hay fosas clandestinas para encontrar a sus esposos, hijas o hijos desaparecidos; cuántas mujeres y hombres lloran y claman en las oficinas de la Procuraduría General de la República para que alguien les diga dónde están sus familiares desaparecidos o ejecutados; cuántas mujeres se enfrentan con las autoridades gubernamentales con el deseo de obtener palabras de aliento y de esperanza; nadie las atiende, sólo encuentran desinterés, corrupción, impunidad y negación.
Sin embargo, con quienes sí se encuentran son con otras mujeres y hombres que han decidido no quedarse parados; sumidos en el dolor y en la muerte. Estas dignas mujeres y hombres se convierten en portadoras y portadores de esperanza cuando alientan con sus palabras a otras personas en la misma situación; ellas y ellos se acompañan entre sí abriendo su corazón, sosteniendo su mirada, compartiendo su experiencia de organizarse para acercar la justicia, estrechando los abrazos para quienes de manera sorpresiva han sido puestas y puestos en el camino de la angustia, de la incertidumbre; cuando los hijos, esposos, hermanos, han sido desaparecidos o ejecutados, no dejan de caminar, no dejan de correr, no dejen de ver, no dejan de escuchar y no dejan de sentir.
Jesús no está desaparecido, no ha muerto ¡Jesús ha resucitado! Y con Él ha resucitado la esperanza de encontrar a nuestros desaparecidos y desaparecidas; encontrar mejores oportunidades de vida para nuestros niños y niñas. De luchar venciendo nuestro dolor y nuestra angustia; de caminar y llevar nuestra historia, que es la historia de muchos y muchas, para no claudicar en la construcción de un México donde la justicia y la paz sean una realidad.
Estos son los signos de que Cristo Resucitado sigue caminando a nuestro lado, que no se hace presente en los que siembran la destrucción, la guerra y la violencia, sino que se hace presente en los pequeños, en los insignificantes, en los débiles que tienen puesta su confianza en Él que es el Dios de la vida y del amor, de la paz y la verdad. Aquel a quien nos sigue revelando Jesucristo con la potencia de su Resurrección, que fortalece a los desvalidos y los levanta como robles de justicia (Cf. Is 61,3), para hacer de ellos constructores de la paz.
Con todo mi corazón les bendigo y les abrazo, para desear a todos y todas, una muy ¡FELIZ PASCUA DE RESURRECCIÓN!
Saltillo, Coah., 24 de abril de 2011
Fray Raúl Vera López, O.P.
Obispo de Saltillo
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