Ruta Norte Laguna
Una lástima no tener a la mano la obra de Lezama Lima para consultarla mientras escribo a las prisas este recordatorio de su cumpleaños número cien. Un 19 de diciembre de hace exactamente un siglo nació en La Habana quien se convertiría en uno de los escritores más singulares de América Latina: José Lezama Lima. Allí mismo murió en 1976; salió a lo mucho dos veces de la isla pero su resonancia en el mundo de las letras fue tan amplia que todavía es considerado el más grande barroco latinoamericano de la historia.
No es más conocido, leído o emulado porque, creo, el registro de su escritura ha caído en desuso en las décadas recientes. Digamos que en estas épocas domina un estilo ligero, más bien plano, el más fácilmente asimilable por el lector apresurado y nada dispuesto a gastar tiempo en machincuepas sintácticas o en imágenes poéticas que supongan alguna complicación. Vivimos un momento hedónico en todo: si alguien propone que hagamos política para lograr un cambio social, lo juzgamos loco pues nadie está dispuesto a sacrificar su tranquilidad por una idea, por importante que parezca. Si alguien recuerda que cierto cine europeo es mejor que el norteamericano, lo tomamos por mariguano ya que aquel es “lento” y denso y éste es ágil y entretenido. Así, cuando alguien recomienda un libro en estas épocas más vale que no elija el de un barroco, pues todos esperan un tip que no cometa la impertinencia de enredarnos en berenjenales.
Lezama Lima, pues, no goza hoy y acaso no gozó nunca de multitudes. Su obra es, un poco como la de Borges o Reyes, aunque de otra manera, una obra para escritores, quienes al cabo suelen ser los que más aprecian a los colegas que desbrozan y despejan brechas nuevas o le añaden un timbre especial a lo ya muy conocido. Eso fue lo que logró Lezama Lima: el barroquismo elevado al cubo era hasta él un asunto del pasado, un estilo que tenía como hitos a Góngora y Sor Juana y carecía de cultores más cercanos a nosotros en el tiempo. En eso apareció, casi de la nada, el gordo Lezama Lima, quien vinculó un pensamiento espeso de imágenes poéticas con una expresión (hablada y escrita) no barroca, sino hiperbarroca, exuberante hasta lo selvático.
Su virtud le trajo seguidores, lectores de culto, algunos de ellos lujosísimos como Cortázar, Vargas Llosa o Monsiváis, pero también le acarreó repulsas. Para sus no lectores, Lezama Lima es un ilegible, un oscuro, un escritor de formas inextricables. Yo estoy a medio camino entre los que lo veneran y los que lo rechazan: el barroquismo siempre me ha gustado y por ello me presumo permanente feligrés de Góngora, Quevedo, Carpentier, Lemebel y otros pocos que han hecho de ese modo, el barroco, un modo eminente del español. Me gustan esos sensuales de la palabra, esos escritores que le buscan música a las letras y lo hacen, si es posible, con retorcimientos y rodeos (en estos días, y aprovecho el caso para demostrar lo que afirmo, convivo con una hermosa novela barroca de un escritor monstruo injustamente olvidado en nuestro país; me refiero al libro A sangre y fuego, de Manuel Echeverría, novela y autor que me tienen leyendo de rodillas).
Aunque no lo parezca, Lezama Lima opera distinto en cada uno de los géneros que abrazó. La complejidad mayor, en forma y fondo, está en su poesía; sus versos se dejan leer como sonido, pero es indudable que esconden, como poderoso coco, su pulpa y su licor. En sus ensayos ocurre algo parecido: Lezama Lima se mueve por los temas como murciélago en las cavernas: no necesita luz para dar con el destino donde reposará su análisis. Donde es más accesible, sin que esto signifique total comodidad, es en su narrativa. Para leer Paradiso, por ejemplo, es necesario no desistir en las primeras páginas, pescar el timbre y lo demás, la belleza total, cae por su propio y deslumbrante peso.
Hay un cuarto género encarado por Lezama Lima: el epistolar. Lo comenté hace relativamente poco, en la reseña sobre el libro Más allá de Paradiso, del profesor Gabriel Castillo, nuestro más asiduo comensal en los banquetes lezamianos. En sus cartas a José Rodríguez Feo, publicadas por ERA, el gordo es una delicia juguetona, un amigo que hace fiesta en cada misiva, un modelo de corresponsal que invita a imitarlo aunque ya no escribamos cartas cartas, sino desprolijos mails.
A un siglo de su nacimiento, y desde la trinchera incómoda del Vips que hoy me sirve de oficina, esto puedo decir, modesto pero sincero, para no olvidar el centenario de un escritor que, nos guste o no, está en la selección ideal de América Latina: el barroco de barrocos José Lezama Lima.
x Nota del editor: el 21 de diciembre de 2010 recibí una carta del fotógrafo Iván Cañas en la que me comenta ser el autor de la imagen que encabeza este post. La sesión fotográfica se dio una tarde habanera de 1969. En aquella ocasión, Cañas tomó dos rollos (qué raro suena ahora eso de los "rollos") del autor de Paradiso en su vida cotidiana: Lezama en su biblioteca, Lezama junto a su esposa María Luisa, Lezama en un parque, Lezama en un balcón, Lezama con el puro a todo humo... Agradezco a Iván Cañas el permiso para usar la foto del famoso escritor con el habanazo en primer plano.
miércoles, diciembre 22, 2010
Un siglo de Lezama
Etiquetas:
Cuba,
escritores,
Jose Luis Lezama Lima,
Latinoamérica
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