lunes, mayo 11, 2009
Ciudad sin árboles
Ximena Peredo
Todos tenemos al menos un árbol en nuestro corazón. El guayabo de mi niñez, por ejemplo, es un recuerdo que me visita con frecuencia llenándome los pulmones de un suspiro largo y suave como su tronco.
Los árboles forman parte de nuestros afectos, aunque de esto sólo seamos trágicamente conscientes al momento de perderlos. Mi calle ya no es lo bonita de antes. Desde que algunos de mis vecinos decidieron talar sus árboles, algo se le murió a mi barrio.
En un estudio elaborado en 1996 en el complejo habitacional Robert Taylor, uno de los más grandes del mundo, ubicado en Chicago, los investigadores W. Sullivan y F. Kuo demostraron que las familias cuyos departamentos estaban más cerca de zonas arboladas reportaban mejores relaciones con vecinos y un sentimiento de seguridad que no podían referir habitantes sin contacto con espacios verdes. Estudios semejantes se han hecho en prisiones y en centros de atención a enfermos de Alzheimer, en donde se reporta mayor serenidad a mayor número de árboles.
Tal vez nos hemos convertido en una sociedad más agresiva desde que mantenemos en el poder a gobiernos depredadores. En un afanoso análisis realizado por el Centro de Desarrollo Metropolitano y Territorial del Tec de Monterrey, se estimó que, de 1993 a 1997, el área metropolitana perdió el 95 por ciento de su vegetación urbana, pasando de 2 mil 251 hectáreas a sólo 121 hectáreas, esto hace 12 años. ¿Cuántas de éstas sobrevivirán a las actuales administraciones municipales y estatal?
Siendo la recomendación de la Organización Mundial de la Salud mantener 15 metros cuadrados de áreas verdes por habitante, la Agencia para la Planeación del Desarrollo Urbano del Gobierno de Nuevo León reporta que, en promedio, el área metropolitana apenas suma 4.45 metros cuadrados de estas áreas, destacando fatalmente los municipios de Escobedo y Apodaca, con 2.09 y 1.68 respectivamente.
Si el principio ético de resguardar aire y agua limpios para las próximas generaciones no basta para detener el crecimiento caótico de la Ciudad, tal vez a alguien le conmueva saber el costo material de vivir en un sitio intoxicado.
De nuevo el Tec de Monterrey, pero su Centro de Calidad Ambiental, presentó recientemente un documento magnífico titulado "Beneficios Económicos por la Reducción de Partículas Menores a 10 Micras en el Área Metropolitana". Los investigadores pronostican un ahorro entre los 895 millones de dólares y los mil 346 millones de dólares sólo de reducirse este tipo de contaminación.
Una de las bondades más estimadas de los árboles es que, justamente, atrapan con sus hojas partículas suspendidas en el ambiente. De tal suerte que no sólo bajan la temperatura de la ciudad y favorecen la aparición de lluvia, sino que, además, reducen silenciosamente los índices de contaminación. Sin embargo, esto parece no importarle ni a los gobiernos ni a los ciudadanos comunes que sacrifican árboles por planchas de cemento, que por estas fechas arden de calor, para evitarse la fatiga de barrer las hojas.
En los últimos meses en las calles del centro de Monterrey ha sido posible encontrar árboles maduros derribados y mutilados sobre las banquetas. Una de las razones más convincentes para que la dirección de Ecología de Monterrey otorgue el permiso de tala es el reporte de fractura de banquetas.
Las banquetas, habría que apostar a la creatividad, las podemos rehacer, ampliar o subir de nivel, pero la vida de un árbol maduro no se recupera. Los árboles no son propiedad privada, por eso su destino no debe depender del capricho de quien se cree su dueño.
Hay una pulsión suicida y antisocial en esos taladores urbanos ocultos en autoridades y en vecinos amables. Los árboles crean comunidad y protegen la vida. Talarlos es atentar contra el futuro de la vida comunitaria. ¿Cuándo sentiremos dolor en nuestras rodillas ante el golpe fiero de un hachazo en las raíces de un árbol?