Gustavo Gordillo
Hace cuarenta años, sin saber bien por qué, de pronto me encontré junto con un compañero troskista Suárez y con Eduardo Valle, como representante de la Escuela Nacional de Economía ante el Consejo Nacional de Huelga. A diferencia de ellos, militantes de la izquierda radical y de la izquierda comunista; yo formaba parte de un grupo estudiantil, el Juan F. Noyola. Nos organizamos alrededor del cine club de Economía y como consejeros técnicos y consejeros universitarios nos involucramos sobre todo en la vida académica de la escuela.
Hace cuarenta años me encontré de pronto co-dueño con tantas más de mis compañeras y compañeros de esta nuestra gran ciudad volanteando, voceando y boteando. Inaugurando algo que hasta entonces había estado vedado para todos los de mi generación. La posibilidad de marchar y manifestarnos por las calles. Contemplamos conmovidos cómo el 13 de agosto, al entrar al Zócalo se caía un mito. Nunca más un espacio público como propiedad exclusiva del poder autoritario.
Hace cuarenta años después de haber escuchado el infame Informe presidencial en donde claramente se invocaba a la Constitución para hacer uso del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea contra el movimiento estudiantil como si fuéramos un ejército invasor; multiplicamos los gestos y los mensajes explícitos en búsqueda de mecanismos que nos pudieran conducir a una negociación digna y transparente con el poder público. La manifestación silenciosa del 13 de septiembre fue la cúspide de ese intercambio simbólico con el poder autoritario.
Hace cuarenta años enfrentamos el dilema central de toda dirigencia política. ¿Cuándo planteas un repliegue en un movimiento social que ha resistido el ataque indiscriminado y persistente de todos las expresiones del poder autoritario desde el gobierno hasta los medios de comunicación, las asociaciones gremiales, los partidos y las iglesias?
No hicimos lo suficiente como para traducir esos gestos simbólicos en deliberación pública en nuestras propias escuelas. Un dirigente valeroso como Roberto Escudero insinuó en la asamblea de su escuela, Filosofía y Letras, la necesidad de un repliegue ordenado del movimento. La respuesta fue contundentemente en contra. Pero la mayor parte de los dirigentes constatábamos día a día que el gobierno avanzaba en un camino seguramente sin retorno hacia la represión.
Un esclarecedor ensayo de Pablo González Casanova a fines de agosto publicado en el suplemento cultural de la revista Siempre! planteaba con claridad los dilemas. Por otra parte, a través de un profesor de Economía aceptamos una invitación para conversar con el General Lázaro Cárdenas del Río. Todos los principales dirigentes nos reunimos con él y escuchamos su análisis y su propuesta. Una carta firmada por todos los dirigentes dirigida al gobierno en la cual afirmaríamos nuestra confianza en el General como mediador confiable entre el movimiento y el gobierno. La propuesta se presentó unos días después en el CNH y fue derrotada por seis votos.
Aún con estas dudas, errores y limitaciones nuestro mensaje central fue inequívoco. No éramos ni representábamos ninguna amenaza ni para el gobierno ni para las Olimpíadas.
Hace 40 años llegué a la Plaza de las Tres Culturas cuando ya el ejército y la policía la tenía rodeado y la balacera había comenzado. Una mujer con un hijo en brazos se acerca a un soldado y le dice: ¡Mátelo! El soldado, demudado, le responde: ¿Por qué, señora? Mejor váyase. Ella insiste: Mátelo, porque allá adentro tengo a otro hijo de 17 años que lo están matando. Cuando éste crezca los va a odiar y también lo van a matar.
Hoy, después de cuarenta años en condiciones diferentes, pero no menos dramáticas nuestro país requiere nuevamente de sus mejores mujeres y hombres. Recordamos para continuar una lucha.
Rosario Castellanos lo resume bien:
Recuerdo, recordemos
Hasta que la justicia se siente entre nosotros.