miércoles, diciembre 29, 2010

¡Pobre México, tan lejos de Argentina!



Miguel Ángel Granados Chapa


El general Jorge R. Videla, dictador argentino de 1976 a 1981, ha sido condenado a prisión perpetua por crímenes de lesa humanidad. Ya había sido sentenciado a la misma pena en 1985, pero la lenidad del presidente Carlos Saúl Menem le concedió el indulto, además de aplicar en su beneficio las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida. Esas medidas fueron después anuladas por el Congreso en 2003, y esas leyes, declaradas inconstitucionales por la Corte Suprema apenas el 31 de agosto pasado. Entonces pudo llevarse de nuevo ante los tribunales a Videla, principal integrante de la Junta Militar que desató (y en cierto modo continuó la cruzada anticomunista dejada en manos de José López Rega por la presidenta Isabelita Perón, en 1975) la más descomunal represión ejercida por poder alguno contra su propia gente en la historia de América Latina, que se resume en la cifra de 30 mil desaparecidos.

Videla fue sentenciado el miércoles 22 de diciembre por el Tribunal Oral Federal Número 1 de Córdoba, como “autor mediato (…) penalmente responsable de los delitos de imposición de tormentos, agravada por la condición de perseguido político de la víctima (32 hechos en concurso real); homicidio calificado por alevosía y por el concurso de pluralidad de partícipes (29 hechos en concurso real); tormento seguido de muerte (un hecho), todo en concurso real (…) imponiéndole en tal carácter para su tratamiento penitenciario la pena de prisión perpetua e inhabilitación absoluta perpetua, accesorias legales y costas (…) En consecuencia, ordenar su inmediato alojamiento en una unidad carcelaria dependiente del Sistema Penitenciario Federal”.

El juicio se refiere a la tortura y asesinato de 31 presos políticos recluidos en el Penal de San Martín, en la misma Córdoba donde ahora ha sido sentenciado. Los hechos ocurrieron entre el 1 de abril y el 30 de octubre de 1976, cuando Videla se estrenaba como dictador. No se le ha condenado porque se suponga que él personalmente entró en la prisión y atormentó a los presos y luego los acuchilló o disparó sobre sus cabezas. Junto con él este miércoles fueron sentenciados subordinados suyos (incluido el general Luciano Benjamín Menéndez, jefe del III Cuerpo de Ejército, en cuya jurisdicción se cometieron los crímenes), la mayor parte de los cuales tuvieron injerencia directa en los homicidios y los tormentos mencionados.

Pero como autoridad suprema, como jefe del Estado (por más que usurpara el cargo) y como jefe del Ejército, Videla fue hallado culpable de ordenar o consentir esos delitos, tenidos como de lesa humanidad y, por lo tanto, imprescriptibles. Suerte semejante hubiera corrido su par en la Junta Militar inicial, el almirante Emilio Eduardo Massera, de no haber muerto el 8 de noviembre.

En la forma extrema de rendición de cuentas a que deben sujetarse los gobernantes, hayan sido elegidos o no, Videla pasará el resto de sus días en una prisión común. No estará allí a pesar de haber ejercido en los hechos la Presidencia de la República, sino por ello mismo, por la responsabilidad política que le corresponde al ocupante del Poder Ejecutivo.

¡Qué remota la posibilidad de que un gobernante mexicano fuera llevado a los tribunales por crímenes semejantes a los imputados a Videla! Y vaya que los ha habido, sin que el sistema judicial y la estructura política (así como sus coyunturas) permitan su enjuiciamiento.

Si a vuela pluma revisamos la historia mexicana del medio siglo reciente, encontramos hitos donde la violencia homicida del Estado contra sus enemigos (se hayan declarado así las víctimas o no) segó la vida, al margen de la ley, de innumerables ciudadanos en las más diversas circunstancias. Si hubieran sido sometidos a proceso y se les hubiera sentenciado a la pena de muerte, nadie supondría posible enjuiciar a los jefes de Estado, por más que se conociera el dominio presidencial sobre procuradores, jueces, magistrados y ministros.

Pero la represión letal ejercida por disposición directa o indirecta de los presidentes los hace responsables políticos, no ante la Constitución, sino ante la historia, de crímenes que no tendrán castigo, porque estamos lejos de poder enjuiciarlos como hicieron en Uruguay, Chile y Argentina con sus dictadores.

En una combinación de causa y efecto, muchos sucesos en que el asesinato político sería imputable al jefe del Estado son apenas conocidos, porque la lenidad social (surgida del miedo o de la inconsciencia política) pasa por alto esos crímenes. En algunos casos, como los de Luis Echeverría y Carlos Salinas, la porción de la sociedad que los detesta lo hace por su corrupción personal o por el profundo daño que infligieron a la economía, al patrimonio de la gente, a la cual suelen importarle más los bienes materiales perdidos o dejados de ganar que el respeto a la vida misma.

En 1961, a la mitad del sexenio de Adolfo López Mateos, el general Celestino Gasca, dueño de una sólida biografía de militante laborista, resolvió convocar a los Federacionistas leales a alzarse en armas. Eran una fuerza dispersa en todo el país, remanente de la Federación de Partidos del Pueblo Mexicano (de allí su nombre) que apoyaron en 1952 la aspiración presidencial del general Miguel Henríquez Guzmán. Algunos sectores, los leales entre ellos, le imputaron traición a la causa cuando el candidato opositor se acomodó al triunfo de su adversario. Con gran ingenuidad, Gasca hizo convocatorias tan abiertas que reclutó no sólo a antiguos henriquistas sino a agentes de la Dirección Federal de Seguridad, que hicieron abortar el movimiento. Decenas de presuntos alzados, con Gasca a la cabeza, fueron aprehendidos en la Ciudad de México y pronto dejados en libertad, sin juicio. Pero un número indeterminado de personas fueron ejecutadas extrajudicialmente, aun con métodos antiguos como colgarlas de los árboles, tal como ocurrió entre otros puntos en La Ceiba, en el lindero de Hidalgo, Puebla y Veracruz.

La represión de Díaz Ordaz a la movilización estudiantil, y la de Echeverría contra los propios estudiantes disidentes, son bien conocidas, y de ellas se desprenden claras responsabilidades de ambos gobernantes. Se quiso hacer valer las que tocan a Echeverría, y el esfuerzo del Comité 68 –con Raúl Álvarez Garín y Félix Hernández Gamundi a la cabeza– consiguió la mayor aproximación de la justicia contra un presidente. A esa colocación de Echeverría en el banquillo de los acusados sirvió de modo inequívoco el papel de la fiscalía creada por Fox para investigar los crímenes de la guerra sucia, la mayor parte de los cuales ocurrieron en los años setenta, principalmente los primeros seis. Justamente el riesgo de que ahondar en las averiguaciones dejara claras responsabilidades directas de Echeverría provocó el asedio al fiscal Ignacio Carrillo Prieto y la campaña de desprestigio en medio de la cual concluyó sus funciones.

Una dependencia de esa índole debería abrirse para indagar los crímenes políticos cometidos durante el periodo presidencial de Carlos Salinas. Si bien los protomártires de esa época, Francisco Xavier Ovando y Román Gil Heráldez, cayeron en julio de 1988, antes aun de que Salinas fuera elegido, su asesinato puede ser inscrito en la represión salinista porque fueron ultimados en vísperas de los comicios. Salinas fue formalmente elegido luego de que con esos homicidios se inhabilitó la defensa legal del voto.

Creado en 1989, como resultado y concreción partidaria del Frente Democrático Nacional que había sacado avante la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas, el Partido de la Revolución Democrática vio marcados con sangre su nacimiento y su vida incipiente. Especialmente en Michoacán y Guerrero, donde se efectuaron las primeras elecciones locales, la represión más cruel pareció destinada a exterminar el partido que suscitó el rencor presidencial con su permanente crítica al fraude que le permitió ser investido con la máxima autoridad del Estado.

Por supuesto, no fue Salinas quien directamente apretara el gatillo para eliminar a sus enemigos, pero permite atribuirle responsabilidad en los crímenes de esos años la impunidad de que disfrutaron los asesinos, ninguno de los cuales fue llevado ante la justicia, ni la federal que dependía directamente del presidente, ni la del fuero común, a cargo de gobernadores sujetos en los hechos a la autoridad presidencial. Quien quiera ser benévolo con Salinas y ahorrarle la acusación de autoría de 250 asesinatos de perredistas documentados por la Secretaría de Derechos Humanos de ese partido, tendrá que convenir en que fue al menos un encubridor y en que debiera ser sujeto por lo tanto a juicios como el que mantendrá para siempre en la cárcel al general Jorge R. Videla.

Ahora que la memoria histórica se adelgaza y hasta tiende a disminuir por mero olvido, no por exculpación, la crítica a Salinas, causada por su corrupción y los daños que infirió a la economía de los mexicanos (que se evidenciaron al comenzar el gobierno de su heredero Ernesto Zedillo), es hora de que la sociedad le recuerde que, llevado a tribunales internacionales, podría ser considerado perpetrador de delitos de lesa humanidad, como Videla

viernes, diciembre 24, 2010

La estrella del Mesón


Ximena Peredo

El Norte

No sé si es el rocío de la edad pero, con los años, diciembre se ha vuelto un mes al que le temo. Me asusta su arrebato, sus exigencias, su fugacidad. Cada año se me dificulta más comprar cosas para manifestar cariño. Diciembre corre como liebre blanca, frenética e inalcanzable, envuelta en moños metálicos y yo no quiero, ni puedo, recogerla entre mis brazos y besarle la nariz. Por eso es que salí a buscar un diciembre fuera de las plazas comerciales y lejos de los villancicos sin amor.

Sospechaba que el Mesón sería más bello los días próximos a Navidad. Llegan los musgos, el heno, las nochebuenas, las hojas de plátano y de elote para los tamales. El mercado está lleno de cítricos maduros, de naranjas sobre todo, y de guayabas, que junto a las elegantes varas de la canela, y el piloncillo moreno, recuerdan el calor de casa, con sus humores navideños. Entonces digo, por fin, que me encanta diciembre. Y al sentirlo veo cómo se cuelen los rayos fieles del sol frío, blancos y suaves, sobre las frutas partidas, toronjas, piñas, papayas, el kilo a diez pesos.

Los vendedores entonan sus mejores cantos, como canarios y cenzontles. Cantan los precios, las bondades de sus productos, lo hacen para vender, pero eso no lastima su belleza, sino todo lo contrario. El mercado se convierte, de pronto, en un concierto de cien aves alegres, que cantan seducidos por el color, la textura y los olores que toman a los clientes de la mano hasta ponerlos frente al ave cantora, que estira su mano para recibir unas monedas mientras despide a los chiles poblanos, al perejil, o las cebollas.

No siempre me sentí tan feliz en el Mesón. Al principio, lo confieso, fue una relación forzada. Me daba cuenta que no sabía moverme entre sus estrechos pasillos, ni obedecer a las advertencias de los estibadores que parten las aguas en dos cuando gritan: “¡a’i va el diablo!”, “¡cuidado con el diablo!”. Acostumbrada a los supermercados, a la frialdad de su higiene y a su metálico orden, resignada a sus verduras inodoras, y a sus frutas gigantescas y secas, se me notaba una torpeza extraña al preguntar precios, al escoger las cosas, al amontonar todo en mi red.

Pero la constancia fue revelándome secretos, como que se trenzan lazos de afecto entre quien al verme me sonríe orgulloso para decir: “me acaban de llegar unas acelgas especiales”, o “¿no lleva plátano macho?”. Entre esa persona y yo se teje una relación de complicidad, que de pronto me sorprende con pilones que reconozco más como signos de amistad que como estrategias de venta. A cambio, yo los extraño.

En el centro de Monterrey, sobre Juan Méndez y Colegio Civil, entre las calles Ruperto Martínez y Aramberri, todos los días reinicia, con puntualidad inglesa, el latido de la Ciudad. Los pregoneros entran al trabajo, los estibadores comienzan la jornada cuesta arriba, los primeros clientes asoman sus cabezas. Llega la señora de Cadereyta con sus dos cubetas blancas, tapadas con una tela limpísima, que resguarda una morcilla que ofrece en tacos para probarla sin compromiso (y vale la pena probarla).

Se enciende su música, sabrosa y cumbianchera, que nos hace caminar con cierta cadencia que nos pone de buenas. En el Mesón la gente se mete con la gente, se atenúa el acuerdo de desconfianza y se permite que el vendedor también pregunte, o se ría cuando una dice que el caldo de res lleva apio. La dignidad del marchante coloca a la balanza en una horizontalidad casi democrática, en donde una, tan sólo por tener dinero con qué pagar, no merece trato especial.

El Mesón Estrella es más hermoso en Navidad. La gente llega por todos los caminos, como los magos de Oriente, convocados por el brillo de un astro lejano. Al miedo y al terror se le otorga una tregua, mientras la mano se posa sobre las piñatas coloridas, los tejocotes, la leña, las enormes canastas de especias: jengibre, pimienta, anís y clavo. En el Mesón todos nos apretamos para caber, porque nadie merece quedarse fuera.

Aún es hermosa, pienso al ver cómo la Ciudad revive e instala la magia que persiste en su memoria.

miércoles, diciembre 22, 2010

Un siglo de Lezama

Ruta Norte Laguna

Una lástima no tener a la mano la obra de Lezama Lima para consultarla mientras escribo a las prisas este recordatorio de su cumpleaños número cien. Un 19 de diciembre de hace exactamente un siglo nació en La Habana quien se convertiría en uno de los escritores más singulares de América Latina: José Lezama Lima. Allí mismo murió en 1976; salió a lo mucho dos veces de la isla pero su resonancia en el mundo de las letras fue tan amplia que todavía es considerado el más grande barroco latinoamericano de la historia.

No es más conocido, leído o emulado porque, creo, el registro de su escritura ha caído en desuso en las décadas recientes. Digamos que en estas épocas domina un estilo ligero, más bien plano, el más fácilmente asimilable por el lector apresurado y nada dispuesto a gastar tiempo en machincuepas sintácticas o en imágenes poéticas que supongan alguna complicación. Vivimos un momento hedónico en todo: si alguien propone que hagamos política para lograr un cambio social, lo juzgamos loco pues nadie está dispuesto a sacrificar su tranquilidad por una idea, por importante que parezca. Si alguien recuerda que cierto cine europeo es mejor que el norteamericano, lo tomamos por mariguano ya que aquel es “lento” y denso y éste es ágil y entretenido. Así, cuando alguien recomienda un libro en estas épocas más vale que no elija el de un barroco, pues todos esperan un tip que no cometa la impertinencia de enredarnos en berenjenales.

Lezama Lima, pues, no goza hoy y acaso no gozó nunca de multitudes. Su obra es, un poco como la de Borges o Reyes, aunque de otra manera, una obra para escritores, quienes al cabo suelen ser los que más aprecian a los colegas que desbrozan y despejan brechas nuevas o le añaden un timbre especial a lo ya muy conocido. Eso fue lo que logró Lezama Lima: el barroquismo elevado al cubo era hasta él un asunto del pasado, un estilo que tenía como hitos a Góngora y Sor Juana y carecía de cultores más cercanos a nosotros en el tiempo. En eso apareció, casi de la nada, el gordo Lezama Lima, quien vinculó un pensamiento espeso de imágenes poéticas con una expresión (hablada y escrita) no barroca, sino hiperbarroca, exuberante hasta lo selvático.

Su virtud le trajo seguidores, lectores de culto, algunos de ellos lujosísimos como Cortázar, Vargas Llosa o Monsiváis, pero también le acarreó repulsas. Para sus no lectores, Lezama Lima es un ilegible, un oscuro, un escritor de formas inextricables. Yo estoy a medio camino entre los que lo veneran y los que lo rechazan: el barroquismo siempre me ha gustado y por ello me presumo permanente feligrés de Góngora, Quevedo, Carpentier, Lemebel y otros pocos que han hecho de ese modo, el barroco, un modo eminente del español. Me gustan esos sensuales de la palabra, esos escritores que le buscan música a las letras y lo hacen, si es posible, con retorcimientos y rodeos (en estos días, y aprovecho el caso para demostrar lo que afirmo, convivo con una hermosa novela barroca de un escritor monstruo injustamente olvidado en nuestro país; me refiero al libro A sangre y fuego, de Manuel Echeverría, novela y autor que me tienen leyendo de rodillas).

Aunque no lo parezca, Lezama Lima opera distinto en cada uno de los géneros que abrazó. La complejidad mayor, en forma y fondo, está en su poesía; sus versos se dejan leer como sonido, pero es indudable que esconden, como poderoso coco, su pulpa y su licor. En sus ensayos ocurre algo parecido: Lezama Lima se mueve por los temas como murciélago en las cavernas: no necesita luz para dar con el destino donde reposará su análisis. Donde es más accesible, sin que esto signifique total comodidad, es en su narrativa. Para leer Paradiso, por ejemplo, es necesario no desistir en las primeras páginas, pescar el timbre y lo demás, la belleza total, cae por su propio y deslumbrante peso.

Hay un cuarto género encarado por Lezama Lima: el epistolar. Lo comenté hace relativamente poco, en la reseña sobre el libro Más allá de Paradiso, del profesor Gabriel Castillo, nuestro más asiduo comensal en los banquetes lezamianos. En sus cartas a José Rodríguez Feo, publicadas por ERA, el gordo es una delicia juguetona, un amigo que hace fiesta en cada misiva, un modelo de corresponsal que invita a imitarlo aunque ya no escribamos cartas cartas, sino desprolijos mails.
A un siglo de su nacimiento, y desde la trinchera incómoda del Vips que hoy me sirve de oficina, esto puedo decir, modesto pero sincero, para no olvidar el centenario de un escritor que, nos guste o no, está en la selección ideal de América Latina: el barroco de barrocos José Lezama Lima.

x Nota del editor: el 21 de diciembre de 2010 recibí una carta del fotógrafo Iván Cañas en la que me comenta ser el autor de la imagen que encabeza este post. La sesión fotográfica se dio una tarde habanera de 1969. En aquella ocasión, Cañas tomó dos rollos (qué raro suena ahora eso de los "rollos") del autor de Paradiso en su vida cotidiana: Lezama en su biblioteca, Lezama junto a su esposa María Luisa, Lezama en un parque, Lezama en un balcón, Lezama con el puro a todo humo... Agradezco a Iván Cañas el permiso para usar la foto del famoso escritor con el habanazo en primer plano.

lunes, diciembre 20, 2010

Crónica de dos feminicidios que estremecen a México


Dora VILLALOBOS MENDOZA

Chihuahua, Chih.- El semblante duro, adolorido, de Marisela Escobedo Ortiz únicamente cambiaba cuando atendía a su nieta. Sólo cuando hablaba con la pequeña de dos años el tono de la señora se volvía cálido.

No escondía la rabia y la frustración que sentía. Sabía que esos sentimientos le hacían daño, pero también la ayudaban a mantenerse en pie.

Narraba su tragedia con detalle para que no quedara ninguna duda de lo que pasó.

La vida tranquila que tenía cambió hace cuatro años, cuando su hija Rubí Marisol Fraire Escobedo conoció y se encaprichó con Sergio Rafael Barraza Bocanegra.

Siempre se preguntaba qué atractivo tenía Sergio, joven de 22 años, alto, esquelético, sin dinero, para que una muchachita de 14 años, bonita, de clase media, se enamorara de él y lo siguiera hasta la muerte.

Ella misma se contestaba: Labia, mucha labia, envolvía a las jovencitas con promesas y palabras bonitas.

Marisela era enfermera y empresaria. Era jubilada del Instituto Mexicano del Seguro Social y atendía una fábrica de muebles en Ciudad Juárez. Desde que se divorció, hace varios años, se esforzó para sacar adelante a sus cinco hijos: Alejandro, Juan Manuel, Yésica, Paul y Rubí.

Convencida que tendrían mejor vida en Estados Unidos, hace tiempo decidió llevarlos a vivir a El Paso, Texas. Durante años cruzó continuamente a Ciudad Juárez para trabajar en el IMSS.

Cuando los más grandes crecieron, optaron por viajar y probar suerte en otras ciudades de la Unión Americana. Marisela decidió regresar a vivir a Ciudad Juárez, donde ya estaba asentado Alejandro. Se llevó a Rubí. La jovencita tenía 14 años y estudiaba la High School en un instituto particular que atienden religiosas.

La intención era que Rubí continuara de inmediato la preparatoria en la ciudad fronteriza, pero el ciclo escolar estaba a medias. Mientras esperaba el nuevo semestre, la muchacha le ayudaba a su mamá en la fábrica de muebles. Ahí trabajaba Sergio.

Marisela empleó al muchacho a pesar de que no tenía experiencia en la fabricación de muebles porque se compadeció de él cuando le contó que tenía una niña de cinco años y no tenía trabajo para su manutención. Y es que en la fábrica todos sabían que Sergio tenía pareja y una hija.

Marisela y Rubí se acomodaron en un departamento cerca de la fábrica. La señora tenía turno de noche en el IMSS. Una vecina se encargaba de atender cualquier emergencia de su hija.

No habían pasado ni dos meses cuando Rubí se fugó con Sergio. Marisela se llevó el susto de su vida cuando regresó de trabajar y no encontró a su hija en el departamento. Tampoco estaban sus cosas.

Ninguna vecina la vio salir. No tenía muchas opciones para buscar. Rubí no tenía amigas. Prácticamente acababa de llegar de El Paso.

En la fábrica nadie dijo nada. Desesperada, reportó la desaparición de su hija a la policía. Los dos primeros días Sergio fue a trabajar como si nada. El tercero se ausentó. Los empleados comentaron que Rubí podía estar con el muchacho. Hasta entonces revelaron que los últimos días los vieron “muy llevaditos”, como si fueran novios.

Buscó a Sergio en su casa. La atendió una joven que se identificó como pareja del muchacho. Inicialmente la mujer aseguró que no sabía el paradero del hombre, pero ante la presión que ejerció Marisela, le dio una dirección.

Acudió a buscar a su hija en compañía de varios policías. La encontró en un cuarto sucio, sin servicios, mal comida. Sergio no estaba. Después se enteró que huyó por atrás, brincando bardas, cuando se dio cuenta que iba acompañada de la autoridad.

Rubí lloró cuando vio a su mamá. La señora la consoló. Le explicó que Sergio no le convenía, que tenía otra mujer y una niña, que era mucho mayor que ella por eso la envolvía fácil con palabras bonitas.

Se llevó a su hija al departamento. La joven prometió olvidar al muchacho. Empezaron los preparativos para celebrar los quince años de Rubí. Habría quinceañera, con baile y todo.

Le compró automóvil y la inscribió en una academia de cosmetología para que se distrajera mientras empezaba el semestre en la preparatoria. También la llevó a la colonia donde nació y vivió los primeros años de su vida para que se reencontrara con amigas. Sus vecinas de antaño, dos jóvenes casi de la edad de Rubí, la recibieron con afecto.

Todo marchaba bien. Sergio no se volvió a parar en la fábrica. Rubí se veía feliz, no volvió a mencionar al muchacho.

Pero la tranquilidad sólo duró tres meses. Sergio localizó a Rubí en la escuela de cosmetología y la convenció para que se fugara con él otra vez. Sin decir nada, un día la joven no regresó al departamento.

Esta vez fue más difícil encontrarla. Tras indagar aquí y allá, Marisela los localizó en La Chaveña, vendiendo discos pirata. Se acercó con cautela. Le dijo a su hija que quería hablar con ella. Rubí vio a Sergio y bastó una mueca de él para que la muchacha corriera a esconderse. Intentó seguirla pero Sergio se lo impidió. La tomó por las manos y la empujó. Los dos se escabulleron.

Se dio cuenta que Sergio dominaba a su hija, que iba a ser difícil convencerla para que lo dejara, por eso cambió de estrategia. Le pidió a su hija Yésica que buscara a su hermana. Ellas siempre se llevaron bien y le tendría más confianza.

Así fue. Yésica localizó a su hermana y platicaron. Rubí le dijo contundente que amaba a Sergio y no le importaba la pobreza en que vivían, que seguiría con él aún en contra de su mamá.

Marisela no vio a su hija durante varios meses. La muchacha la buscó cuando estaba embarazada. Tenía quince años. Rubí empezó a frecuentar la casa de su mamá. Llegaba temprano y se iba tarde.

Se dio cuenta que la situación económica de Sergio y su hija estaba tan deteriorada que no tenían ni para comer. También se dio cuenta que Rubí no dejaría al muchacho y decidió ayudarla. Le dio recursos para que acudiera al médico y se alimentara bien. Cuando nació la niña ella pagó la clínica porque Sergio no tenía trabajo.

Ante la insistencia de su hija, volvió a emplear al muchacho en la fábrica. “No me quedó de otra, tuve que doblar las manos”, explicaba Marisela y se le endurecía más el rostro.

Para que Rubí y su bebé estuvieran más cómodas, les prestó un departamento que tenía en el fraccionamiento Cuernavaca, donde vivían antes de viajar a El Paso. La muchacha fortaleció su amistad con Ruth Denisse y Diana Berenice, vecinas, jovencitas de su edad, con quienes había convivido cuando era niña.

Poco a poco la familia cobijó más a Rubí. Alejandro, casado y con dos hijos, fue quien más cerca estuvo de la joven los últimos meses. Todos los días iba por ella para que le ayudara a cuidar al niño más chico. La joven permanecía todo el día en casa de su hermano y por la tarde regresaba a su departamento.

A finales de agosto de 2008 Rubí abandonó a Sergio. Se fue a vivir con sus vecinas. Alejandro no sospechó nada porque antes de que llegara por ella, la joven entraba a su departamento y salía como si no pasara nada. No le comentó a nadie de su familia que tenía conflictos con Sergio y menos que pensara dejarlo.

El 29 de agosto que fue por Rubí, Alejandro no la encontró. Fue el último día que la vieron Ruth Denisse y Diana Berenice. Las amigas de la joven declararon ante la autoridad ministerial que ese día las tres se pusieron muy guapas porque fueron a tomarse fotos. Rubí traía consigo a su niña.

Por la tarde la muchacha les dijo a sus amigas que iría al departamento por algunas cosas personales. No regresó y no la volvieron a ver.

A Marisela no le llamó la atención que ese día faltara Sergio al trabajo. Ocasionalmente lo hacía. Tampoco los siguientes días se presentó a laborar. Argumentó que un familiar había tenido un accidente de tránsito.

Pasaron varios días. Alejandro tocaba diariamente la puerta del departamento y Rubí no aparecía. Cuando se enteró, Marisela se preocupó, pero Sergio la tranquilizó. El muchacho le habló por teléfono y le avisó que estaban en Aguascalientes, que se habían mudado con prisa porque un amigo le ofreció allá un buen trabajo.

A Marisela no la pareció extraño, sobre todo porque sabía que Sergio tenía un amigo en Aguascalientes. “Dile a Rubí que me llame”, le pidió. Pasaron los días, las semanas y los meses. La muchacha no se reportó.

Yésica estaba preocupada, le parecía raro que su hermana no llamara por teléfono. “No ha de tener dinero para ponerle saldo al celular”, la tranquilizaba Marisela.

Estaba segura que su hija regresaría en diciembre. Siempre se reunían en Navidad. Pero no llegó ni habló por teléfono. El celular tanto de Sergio como de Rubí sonaban fuera de servicio. Era mal síntoma. Podía pasar cualquier cosa, pero en Navidad toda la familia se reportaba. Era una regla.

Dejó que pasaran las fiestas de Navidad y Año Nuevo. El 2 de enero de 2009 decidió buscarla, pero no era fácil. La única pista era Wendy Gabriela Bocanegra, hermana de Sergio. Fue hasta su casa. La mujer aseguró que no sabía dónde se encontraba su hermano.

Batalló pero consiguió la dirección de la mamá de Sergio. La versión que el joven dio a su familia fue que Rubí se fue con otro hombre y los abandonó a él y a su hija.

Cuando Marisela vio a su nieta sintió un vuelco en el corazón. La encontró sucia y muy delgada. Dejó dinero para que le compraran leche y pañales. Sabía que Rubí no abandonaría nunca a su hija. A partir de ese día, con el pretexto de ayudar a la niña, aparecía diariamente en la colonia 16 de Septiembre, en el norponiente de Ciudad Juárez, donde vive la familia de Sergio.

Pasaron unos diez días. Cuando se enteró que visitaba a su mamá, Sergio llamó por teléfono a Marisela. Le dio la misma versión: Rubí se fue con otro hombre.

¿Con quién, a dónde se fue, por qué?, lo interrogó. No contestó, colgó el teléfono. Desesperada, reportó la desaparición de su hija ante la autoridad policíaca.

A mediados de enero de 2009 que fue a visitar a su nieta, no encontró a la niña. Sergio se la había llevado. Acudió a los medios de comunicación, hizo volantes con la foto de su hija y los repartió en toda la ciudad. Ofreció gratificación a quien proporcionara información.

Ahí empezó la confrontación con la mamá de Sergio porque la mujer arrancó los volantes en los postes de su colonia. Marisela la confrontó. ¿Por qué los quita, en qué le afecta, qué sabe? “Hacen mucho pedo, Rubí se fue con otro hombre”, respondía agresiva la mujer.

Marisela recibió la llamada clave el 30 de enero. Le habló un jovencito. Le dijo que quería confesarle algo muy “gacho”. Se vieron. Estaba muy nervioso, hasta temblaba. Ella lo tranquilizó, le prometió protegerlo.

El muchachito le contó que se encontraba con varios chavos cuando Sergio confesó que había matado a Rubí. Les dijo que le disparó con una pistola porque la encontró con otro hombre. También les confesó que quemó el cadáver y lo tiró en “las marraneras”, un basurero donde tiran pedacería de animales muertos. Los amenazó con “quebrarlos” si decían algo.

Marisela lo convenció para que hablara con los policías que realizaban la investigación. A cambio le dio la gratificación que ofrecía.

Los primeros de febrero hicieron un rastreo en la zona de “las marraneras”. Participaron unas 120 personas, pero no encontraron nada.

Marisela estaba muy agradecida con Lupita Romero Rivera, agente del Ministerio Público que se hizo cargo del caso.

Sabía que Sergio ya no estaba en la ciudad. Sospechaba que se encontraba en Aguascalientes con su amigo Jesús Obed Tavárez.

La agente del Ministerio Público ubicó a Obed y viajaron a Aguascalientes. Lo encontraron en el mercado. Marisela lo reconoció. Lo aprehendieron para investigación. El muchacho confesó que Sergio estuvo en su casa. Iba con Verónica, la pareja que tenía cuando conoció a Rubí. Llevaban a la niña.

Cuando se enteró de lo que ocurría, Obed prometió ayudar a localizar a Sergio. Y cumplió. Pronto le proporcionó a Marisela el nuevo celular de su amigo y le informó que estaba en Zacatecas.

Pasaron cuatro meses. Agentes del Ministerio Público ubicaron a Sergio con un familiar en Zacatecas. Viajaron a esa entidad. Para entonces, un juez le había entregado a Marisela la custodia de su nieta y el muchacho era legalmente buscado por retención de menores.

La detención del joven fue peliculesca. Para obligarlo a salir del domicilio donde se encontraba escondido, Obed le envió dinero a través de Electra. Cuando Sergio acudió a realizar el retiro, los policías lo aprehendieron.

Marisela tenía bien grabado en su memoria ese día. Era el 16 de junio de 2009. Ella se encontraba en el hotel cuando un agente del Ministerio Público le avisó que lo acababan de detener. La emoción de recuperar a su nieta y encontrar al asesinato de su hija la hizo llorar.

La autoridad recogió a la niña y la llevó al hotel. Marisela juró no separarse nunca de su nieta. Se tenían una a la otra para darse consuelo.

En esa ocasión Sergio sólo estaba acusado de retención de menores, pero él creía que los cargos eran por el asesinato de Rubí y confesó el crimen. Incluso informó a los policías dónde quemó y tiró el cuerpo de la joven.

Sin embargo, la confesión no tuvo validez porque cuando la hizo no estuvo presente un defensor. El Ministerio Público sólo pudo presentarla como entrevista.

La versión que el muchacho dio al Ministerio Público fue que mató a Rubí a golpes en el departamento donde vivían porque la encontró teniendo relaciones sexuales con otro hombre.

Marisela estaba convencida que la autoridad ministerial hizo bien su trabajo. “No había de otra”, indicaba al explicar que en ese momento la prioridad era localizar el cuerpo de su hija, aún con el riesgo de que la declaración no tuviera validez.

Y es que solamente Sergio sabía exactamente dónde se encontraba el cadáver de Rubí.

Efectivamente, como le dijo el jovencito que le llamó por teléfono el 30 de enero, el cuerpo de Rubí se encontraba en un lugar conocido como “las marraneras” en la colonia Fronteriza Baja, muy cerca de la 16 de Septiembre.

Cuando localizó el cadáver, el Ministerio Público integró la carpeta de investigación y promovió el proceso judicial contra Sergio Rafael Barraza Bocanegra por el asesinato de Rubí Marisol Fraire Escobedo.

Un dato clave que se supo durante la investigación fue que Rafael Gómez Rojas, padrastro de Sergio, presentó una denuncia el 30 de agosto de 2008 en la Estación Delicias de la Policía Municipal de Ciudad Juárez, donde acusó a su yerno de asesinar a su esposa.

El señor se enteró del crimen cuando le ayudó al muchacho a sacar los muebles del departamento.

Gómez Rojas informó del asesinato al policía municipal Gabriel Atayde Gameros, quien entrevistó a Sergio ese mismo día y éste le confirmó que mató a su pareja. El informe policíaco dice que el agente acudió al departamento y no encontró el cuerpo ni rastros de sangre.

La investigación policíaca duró casi un año. El caso llegó a juicio oral en abril de 2010. El Tribunal fue integrado por los jueces Catalina Ochoa Contreras, Netzahualcóyotl Zúñiga Vásquez y Rafael Boudib Jurado.

Noel Rodríguez Vargas y Luis Alfonso Cortez Fernández actuaron como agentes del Ministerio Público. A cargo de la defensa asistió Joel Meneses Hernández.

Lo que más llamó la atención en la audiencia de juicio oral fue que al final Sergio le pidió perdón a Marisela. Aunque no lo dijo expresamente, se entendió que por asesinar a Rubí.

Después del desahogo de pruebas y los alegatos correspondientes, el Tribunal de Juicio Oral sorprendió con el fallo que emitió el 30 de abril. Absolvió por unanimidad a Sergio de homicidio agravado, delito que le fincó el Ministerio Público. El muchacho quedó en libertad.

En cinco párrafos, los jueces argumentaron por qué lo absolvieron:

“El único dato relativo a tales golpes (no corroborado por otras pruebas) se reduce a que el acusado se los comunicó a dos agentes de la Policía Municipal, quienes se constituyeron en el domicilio donde supuestamente ocurrieron los hechos y no encontraron rastros de sangre ni otros datos de violencia. Asímismo, el acusado se lo comunicó al agente de la Policía Municipal Raúl Mora Moreno cuando éste lo entrevistó el 17 de junio del 2009 y a Rafael Gómez Rojas el 30 de agosto del año 2008. Por lo tanto, esto se reduce a una sola fuente, que es el dicho del mimo Sergio Rafael Barraza Bocanegra

Sin embargo, estas manifestaciones no merecen valor probatorio suficiente por sí solas para demostrar el hecho, pues la testigo Marisela Escobedo Ortiz dijo que el acusado tenía fama de no decir la verdad y de alardear. Además, no coincide con lo que un menor afirmó que oyó decir al acusado en los últimos días de agosto del 2008, sobre que había matado a su pareja y a otra persona, pero con disparos de pistola. Por ende, la única prueba en este sentido que se encuentra en contradicción con otra de la misma fuente, lo que nos permite asegurar que, al menos en una de esas versiones (golpes a la menor o disparos de pistola), el hoy acusado mintió y al ignorarse en cuál de ellas lo hizo, no puede tenerse por verdadera ninguna de las versiones.

Además, el acusado hizo uso de su derecho a no declarar en juicio, por lo que sus declaraciones anteriores no pueden ser valoradas, pues de lo contrario, se haría nulatorio su derecho a no declarar, ya que no tiene caso que se le dé el derecho a no declarar si se pueden introducir las rendidas con anterioridad, lo que por otra parte expresamente prohíbe el artículo 332 del Código Adjetivo que establece que la prueba que sirva de base para la sentencia debe ser rendida durante la audiencia de debate, salvo las excepciones legales y en el caso lo declarado por el imputado no fue en la audiencia de debates, ni existe excepción que autorice su valoración

Es irrelevante que el Ministerio Público afirme que no se trata de una declaración del imputado sino de una entrevista, pues en cualquiera de los dos casos se trata de lo que el imputado dijo.

Así las cosas y ante la ausencia de pruebas suficientes que demuestren que entre el 28 y el 30 de agosto del 2008 Sergio Rafael Barraza Bocanegra golpeó a Rubí Marisol Fraire Escobedo, ni que tales golpes hayan sido la causa de la muerte, se concluye que no se mostró la exigencia del hecho punible que se le atribuye, ni su participación como autor del mismo, por lo que debe dictarse veredicto absolutorio en su favor”.

La sentencia absolutoria no sólo indignó a la familia de Rubí, sino a toda la sociedad chihuahuense, particularmente a los juarenses que siguieron de cerca el trágico caso.

“No podía dar crédito, sentí que volvían a asesinar a mi hija, no pude contener el llanto”, repetía Marisela y se llevaba la mano al pecho en señal de dolor.

La señora hizo varias manifestaciones de protesta y exigió modificar el fallo del Tribunal de Juicio Oral.

El Gobierno del Estado instaló una mesa interinstitucional para revisar el caso. La integraron representantes de la Comisión Estatal de Derechos Humanos, la Secretaría General de Gobierno, el Poder Judicial, la Procuraduría de Justicia, la Barra Mexicana Colegio de Abogados, el Centro de Derechos Humanos de las Mujeres y Mesa de Mujeres de Ciudad Juárez. Nunca se conoció la conclusión de esta mesa.

El Ministerio Público interpuso el recurso de casación. Como coadyuvante de la víctima participó la abogada Luz Estela Castro, directora del Centro de Derechos Humanos de las Mujeres.

La audiencia de casación se realizó el 20 de mayo. El Tribunal estuvo integrado por los magistrados José Alberto Vásquez Quintero, Flor Mireya Aguilar Casas y Roberto Siqueiros Granados.

La abogada coadyuvante señaló que sí hubo suficientes elementos para demostrar el homicidio calificado, tomando como base los principios de la lógica, las máximas de la experiencia y el conocimiento científico que fue expuesto ante el Tribunal de Juicio Oral.

Luz Estela Castro argumentó su postura jurídica:

“Es infundado el criterio del Tribunal que niega valor probatorio a la información proveniente de los policías municipales, de Rafael Gómez Rojas, de los policías ministeriales y de un menor, argumentando que la información proveniente del enjuiciado no podría considerarla debido a que ello lesionaría su derecho a no autoincriminarse, es infundado debido a que ello se aparta de los artículos 330, 331, 332 y 333 del Código de Procedimientos Penales que contienen los principios de libertad probatoria, amplitud probatoria, oportunidad y criterios de valoración y ninguno de ellos limita los medios de probar; al contrario, el primero establece que no existen límites.

Es inexacto el criterio de que se lesiona el derecho de no autoincriminación porque lo que se valoraría sería lo que dijo el acusado, es equivocado ese argumento porque no estaría valorando el dicho del inculpado que lo autoincrimina, sino el cúmulo de indicios que consisten en las declaraciones aludidas, el dicho de los testigos particulares o policiales que propiciaron el hallazgo del cadáver precisamente en el lugar en donde el enjuiciado refirió que lo tiró y esos testimonios se desahogaron precisamente ante el Tribunal de Juicio Oral privilegiando la inmediación, la contradicción, la publicidad y todos los principios del sistema adversarial”.

La casación se llevó a cabo sin la presencia del inculpado, en una sala repleta de espectadores que permanecieron durante las cuatro horas de audiencia .

El Tribunal de Casación determinó que los jueces orales valoraron de forma aislada e inadecuada las pruebas presentadas por el Ministerio Público y violaron los principios de la sana lógica, las máximas de la experiencia y los conocimientos científicos.

Los magistrados decidieron que el hecho que Sergio le pidiera perdón a la madre de Rubí en la audiencia de juicio oral tiene valor y lo autoincriminan en el homicidio.

A juicio del Tribunal de Casación, el Ministerio Público presentó pruebas directas que unidas hacen deducir que se cometió el delito de homicidio y que el responsable es Sergio Rafal Barraza Bocanegra.

Los magistrados valoraron que el inculpado haya informado que cometió el crimen a su padrastro Rafael Gómez Rojas, a los policías municipales Gabriel Atayde Gameros y Juan Manuel Arguijo, así como a Raúl Mora Moreno, agente de la Policía Ministerial.

A su juicio, los jueces orales valoraron mal al minimizar las declaraciones de los testigos por no encontrarse en el lugar y momento del crimen.

Especificaron que no es necesario clarificar la causa de muerte de Rubí porque no hay motivo para pensar que la joven se haya suicidado.

El Tribunal de Casación anuló la sentencia absolutoria, emitió un fallo condenatorio contra Sergio Rafael Barraza Bocanegra y ordenó que un nuevo Tribunal de Juicio Oral realizara la audiencia de individualización de la pena.

Los magistrados determinaron que Sergio cometió el delito de homicidio agravado y ordenaron que la pena fuera de 30 a 60 años de cárcel. También otorgaron una orden de aprehensión contra el sentenciado.

Yésica Frayre Escobedo, hermana de Rubí, rompió en llanto cuando escuchó la sentencia.

“En algún lado sabía que iba a encontrar la justicia y le doy gracias a estos magistrados por haber tenido la suficiente elocuencia para emitir este fallo, para darse cuenta de la ineptitud de los anteriores jueces y revocar la sentencia absolutoria”, declaró en esa ocasión Marisela.

El nuevo Tribunal de Juicio Oral se integró de inmediato. Lo conformaron los jueces María Catalina Ruíz Pacheco, Emma Terán Murillo y Jesús Manuel Medina Parra.

La audiencia de individualización de la pena se realizó el 28 de mayo. Los jueces impusieron al sentenciado 50 años de prisión y lo condenaron a pagar una indemnización de 38 mil 390 pesos a su pequeña hija.

Pero Sergio continúa libre. La Procuraduría de Justicia del Estado ofreció una recompensa de cien mil pesos para quien proporcionara información que llevara a su captura.

Marisela empezó otra cruzada para dar con el paradero del fugitivo. Sabía que el muchacho no está en Chihuahua, por eso realizó una campaña informativa en varios estados del país.

Estuvo en la Ciudad de México varias veces. Habló con quien la quiso escuchar. Hizo múltiples manifestaciones.

Tenía siete meses en protesta permanente. Encabezaba marchas, colgaba sus mantas en eventos gubernamentales, hacía plantones, se reunía con integrantes de organizaciones de la sociedad civil, hablaba con periodistas. No paraba.

Su plegaria siempre era la misma: “Que la autoridad localice y encierre al asesino de mi hija”.

Repitió hasta el cansancio que no descansaría hasta dar con el paradero de Sergio Rafael Barraza Bocanegra.

Pero no pudo cumplir su cometido. Una bala frustró su lucha este jueves 16 de diciembre de 2010.

Eran las 20:13 horas. Marisela se encontraba en la Plaza Hidalgo, en la capital del estado, frente a Palacio de Gobierno, con su hermana. Tenían ocho días en plantón permanente, exigiendo a la autoridad estatal justicia para Rubí Marisol.

Por enésima vez, la señora protestaba frente a Palacio de Gobierno. Por enésima vez exigía que detuvieran al asesino de su hija.

Llegaron tres hombres hasta la Cruz de Clavos, donde estaban en plantón. Marisela se dio cuenta que iban a matarla. Corrió a refugiarse al Palacio de Gobierno. Cruzó la calle Aldama. La enorme puerta de Palacio estaba cerrada. La cierran a las 20:00 horas.

Uno de los hombres corrió tras ella. La alcanzó a unos pasos de la puerta. Le disparó en la cabeza y huyó junto con los otros dos cómplices. Los esperaba un vehículo.

No se sabe dónde estaban los agentes que destinó la Fiscalía General del Estado para la protección de la señora. Lo único cierto es que no estaban con ella. Falleció minutos después en un hospital de la ciudad.

Chihuahua se estremeció. En cuestión de minutos cientos de policías de todos los niveles rodearon Palacio de Gobierno, pero no detuvieron a los asesinos. Hay un video que ya recorrió el mundo donde se ve el crimen. La Fiscalía hizo un retrato hablado del asesino. Pero no hay detenidos.

Organizaciones de la sociedad civil se reunieron este viernes en la Plaza Hidalgo. Agregaron el nombre de Marisela a la Cruz de Clavos. Pusieron veladoras en el lugar del crimen. Todo entre llanto, tristeza y discursos de indignación.

Los hijos de Marisela vinieron a la capital del estado por el cuerpo de su madre. No quisieron ninguna ceremonia. En cuanto la funeraria entregó el cadáver, lo trasladaron a Ciudad Juárez. Allá serán los funerales.

Estoy segura que Marisela no descansará en paz hasta que la autoridad encierre al asesino de su hija Rubí Marisol y a los hombres que la mataron a ella.

domingo, diciembre 19, 2010

Ante la incapacidad y el desprecio del gobierno federal y el gobierno estatal, Marisela fue asesinada por pedir justicia para su hija Rubí.

“No me voy mover de aquí hasta que detengan al asesino de mi hija” fueron las declaraciones de Marisela, antes de colocar su pequeño campamento en la Cruz de Clavos NI UNA MÁS, en la Ciudad de Chihuahua. Estaba dispuesta a pasar navidad y año nuevo en ese lugar emblemático, en el que apenas el 25 de noviembre pasado, había participado en una manifestación junto con las madres de Justicia para Nuestras Hijas, para colocar en la cruz, más de 300 nombres de las mujeres que han sido asesinadas en el estado de Chihuahua tan sólo en este año, 2010.



Rubí, tenía 16 años cuando fue asesinada por Sergio Rafael en agosto de 2008. Desde que desapareció y su pequeño cuerpo fue encontrado en un terreno junto a huesos de marranos, la madre de Rubí, Marisela, una enfermera jubilada, dedicó su vida a buscar justicia para su hija, convirtiéndose una defensora de derechos humanos.

El mismo día que el Secretario de Gobernación, Francisco Blake, pedía a la ciudadanía “sacudirse el miedo para combatir a los criminales”, Marisela fue asesinada frente a las puertas del Palacio de Gobierno de la Ciudad de Chihuahua, mientras realizaba una protesta pacífica e indefinida para exigir a las autoridades la detención del asesino de su hija Rubí.



Marisela no sólo se sacudió el miedo, caminó durante días desde la Subprocuraduría de Justicia a la Ciudad Judicial en Ciudad Juárez para exigir sanción para el asesino de su hija. La acompañaban una carriola con su nieta de dos años y un cartel con la foto de su hija Rubí. Un tribunal de juicio oral dejó en libertad al asesino, cimbrando el sistema de justicia.



Marisela, luchadora incansable, logró junto con las abogadas del Centro de Derechos Humanos de las Mujeres (CEDEHM) que un tribunal de casación (integrado por tres magistrados) rectificara la decisión de los jueces y logró obtener una sentencia condenatoria contra Sergio Rafael, asesino confeso, en el que se le condenaba finalmente a 50 años de prisión.



“Ya me cansé de hacer su trabajo, ahora les toca a ellos” decía Marisela. Efectivamente, mientras las autoridades no lograron encontrar a Sergio Rafael, Marisela con sus propios recursos, lo ubicó en Zacatecas y dio aviso a la Procuraduría de Chihuahua, que alegó que por trámites burocráticos no pudo detenerlo.

La Procuraduría del estado de Chihuahua le informó a la madre, que en coordinación con la Procuraduría General de la República y las de los Estados “se encontraban buscando al asesino de su hija en todo el país”. Nunca lo encontraron.

Durante dos años, recorrió el país. Regresó a Zacatecas, viajó a la Ciudad de México donde solicitando audiencia con el Presiente Calderón y con el Procurador Arturo Chávez Chávez, quienes se negaron a recibirla. Se entrevistó con mandos de la Procuraduría General de la República que le prometieron que buscarían al asesino de su hija. Tampoco lo encontraron.



Días antes de ser asesinada, acudió a un acto donde se encontraba el Gobernador de Chihuahua, César Duarte y sacó una pancarta que decía “justicia, privilegio de gobiernos”. La solicitud de Marisela hizo enojar al Gobernador, como lo documentaron varios periódicos locales. El gobernador incluso la regañó y despreció. Después, logró entrevistarse con el Fiscal del estado de Chihuahua que le prometió que revisaría su caso.



Lucha Castro, coordinadora del Centro de Derechos Humanos de las Mujeres (CEDEHM) declaró “en estos momentos, no se puede descartar ninguna línea de investigación, incluida la de un crimen de estado pues Marisela no iba a parar hasta que detuvieran al asesino de su hija”.

Marisela murió a las puertas del Palacio de Gobierno y frente a la cruz de clavos que colocaron la red de mujeres de negro y madres de las jóvenes asesinadas en el estado de Chihuahua. Marisela fue asesinada por pedir justicia.



Sr. Presidente Calderón y Sr. Duarte, Gobernador de Chihuahua: ¿hasta dónde llega la responsabilidad de los ciudadanos para hacer justicia y dónde empieza su labor como autoridades?



Ante tal incapacidad, cantidad de omisiones, desprecio y negligencia, el Estado mexicano es responsable y debe responder inmediatamente por el asesinato de Rubí y Marisela.

Ya basta. Ni una más.



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